sábado, 24 de diciembre de 2016

Llegó fin de año...


Y llegó fin de año. Después de actos de cierre y recitales escolares, diplomas de egresaditos, reuniones de padres, entregas de informes, fiestas de despedidas, los últimos cumpleaños, clases abiertas de inglés y de danza, fotos con Papá Noel, adaptación a la colonia... ¡llegamos al final! Se hizo largo o pasó volando, según como lo miremos; no importa: llegamos. Y los chicos están un año más grandes. Crecieron. Aprendieron. Nos sorprendieron una vez más con algo nuevo que ahora ya saben o pueden hacer. Cortar con cuchillo. Estar sin pañales. Aprender a escribir y a leer. Ellos cambian día a día y nosotros, a veces, ni nos damos cuenta. O nos damos cuenta ahora, a fin de año, cuando recapitulamos.

Entonces valió la pena todo el esfuerzo. Las corridas a las ocho de la mañana para llegar al colegio o para acostarnos temprano, siempre a contrareloj, para que cumplan sus diez horas de sueño. Haber hecho la comida los 365 días (bajo esa constante presión de "¡qué les hago hoy!"). Haber dejado todo lo que estabas haciendo -por más importante que fuera- cada vez que escuchabas un "¡mamá quiero hacer pis!". Haber contado cuentos todas las noches. O armado una rutina para el hogar e intentado seguirla a rajatabla, aunque no siempre con éxito. Haberte levantado en la mitad de la noche cuando tenían fiebre o un poco de insomnio. O trabajado de noche para dedicarles tiempo a ellos durante el día. Haberlos llevado al teatro, al museo, al parque, a la calesita, a la casa de amiguitos, a los cumples, cientos y cientos de veces. Y tantas cosas más.

No es la intención ponernos melancólicos -lejos estoy de querer hacerme la Beto Casella con toda esa nostalgia cincuenteañera sobre lo que les pasa a los padres cuando los hijos crecen (¡no me digan que no les llegó por Whatsapp!). Sino de festejar que estuvo bueno. Más allá de los pequeños fastidios cotidianos, la pasamos bien este año. Compartimos con ellos, estuvimos ahí cuando nos necesitaron, nos encanta ser parte de sus vidas y que ellos lo sean de la nuestra. Nos sentimos orgullosos cada vez que los vemos. Y sí, de eso se trata formar una familia.

Por eso en estas fiestas, brindo con ustedes. Brindo por más momentos llenos de maternidad. De eventos escolares, disfraces improvisados, cumpleaños, calesitas, salidas en bicicleta, paseos, leches chocolatadas y mucho más. Y en este brindis compartido no me quiero olvidar de agradecer a todos los siguieron el Blog este año. Mi última entrada tuvo más de 3200 lecturas, así que no puedo hacer más que darles un gran GRACIAS. Veo que no estoy sola en esto de pensar y repensar lo que significa ser mamá. ¡Salud!

jueves, 17 de noviembre de 2016

850 gramos


Fue un 13 de octubre que nació Irina. La esperábamos para el 5 de enero del año entrante, pero llegó casi tres meses antes. Sí, fueron exactamente 850 gramos y 32 centímetros. Para ponerlo en proporción lo describo en términos gastronómicos: mi hija era del tamaño de un peceto y medía lo mismo que una botella de vino. Eso si estaba estirada, porque normalmente se encogía como un ovillito y parecía del tamaño de una birome.
Así estrené mi maternidad. Entre tubos, sondas, enfermeras, una incubadora de por medio y un sinfín de palabras extrañas que rápidamente fui aprendiendo: cómo olvidar al C-PAP, ese aparatito que en la nariz de mi hija parecía muy gracioso pero le permitía sostener la respiración cuando ella se olvidaba…sí, ¡de respirar! Y tantos otros de ese estilo, como un tupper para la cabeza al que le llamaban, quién sabe por qué, “halito”. La “neo” era un mundo de sonidos. A cada rato algún prematurito hacía “lío” -así decían las enfermeras- y las alarmas de todos los aparatos sonaban. Enfermeras y doctores parecían hablarnos a los padres como si fueran maestros de algún jardín de infantes, pero las travesuras de estos niños eran nada menos que tentar a la muerte. Así que a veces uno no podía prestar suficiente atención al bebé porque, en cambio, estaba demasiado preocupado mirando el monitor que marcaba el ritmo de su oxigenación -y a esos números traicioneros era imposible sacarles la vista de encima.
Ser padre de un prematuro te hace aprender algunas cosas de la paternidad prematuramente. Por ejemplo, que no hay nada peor que temer por la muerte de un hijo. O lo valioso que es compartir algunos (pocos) minutos de contacto físico, cuando la sacaban de la incubadora para meterla dentro de mi camisa, sobre mi pecho, y me convertía en mamá-canguro. No importaba entonces qué pasaba afuera. Porque entrar a “la neo” era entrar a un espacio sin tiempo. O donde el tiempo parecía correr muy lento, medido en los gramos que poco a poco engordaba la beba. Y cada día era subirse a una montaña rusa: un segundo de euforia porque aumentó unos gramitos; otro de decepción porque bajó de peso o hizo una apnea (¡otra vez se olvidó de respirar!).
Después de exactamente 70 días nos fuimos a casa. Irina, de dos kilos, sin la incubadora, ni la sonda alimenticia, ni el C-PAP en su nariz, era como un bebé recién nacido. Pero no cualquier recién nacido; era un bebé producto de la ciencia, de la investigación, de la tecnología. Un bebé siglo XXI. Cómo no pensar que, de haber nacido tan sólo unas décadas antes, no hubiera sobrevivido.

Pronto volvimos a la normalidad e Irina creció hermosa y sana. Poco tiempo después salía a la luz la noticia del nacimiento de Luz Milagros, la beba chaqueña que fue dada por muerta y encontrada con vida en la morgue por sus padres. Luz Milagros, como Irina, pesó 850 gramos. Pero (¡qué injusticia!) no tuvo las mismas oportunidades. Por eso es importante contar esta historia cada Semana del Prematuro, que corra de boca en boca y que sea conocida por todos aquellos que, felizmente, jamás tuvieron que conocer una sala de neonatología. Sólo así será posible lograr la igualdad de oportunidades para nuestros bebés. Y que los 850 gramos tengan su peso.

miércoles, 26 de octubre de 2016

El secreto del platito y la tacita


Haciendo zapping, me topé con un documental norteamericano. BAG IT! se llamaba. Y hablaba, obviamente, de las bolsas de plástico y, por ende, de la ecología. Hay muchas cosas que ya sabemos: por ejemplo, el daño ambiental que hacen algunos plásticos que usamos tan sólo unos minutos -como el tiempo que tardamos en ir del súper a casa- pero que permanecerán en la tierra por millones de años. Claramente, no tiene lógica alguna que hayamos creado cosas tan duraderas para necesidades tan efímeras.

Pero si de todo esto todos ya hemos escuchado un poco, en un momento, el documental dio un viraje hacia otra problemática de la cual ahora no puedo desembarazarme: ¿Y qué pasa con todos esos plásticos que consumimos, en vasos, platos, tuppers, recipientes y envoltorios de toda clase que son los contenedores de nuestros alimentos cotidianos? ¿Qué pasa cuando esos plásticos tocan nuestra comida? ¿Nos contaminamos? Con toda esta intro, imaginarán la respuesta: ¡sí! O para ser precisos: en muchos casos, estamos consumiendo toxinas que se desprenden de esos recipientes.

Y de pronto, ante mí -que ya estoy bastante obsesionada con la alimentación saludable, libre de todo tipo de químicos (ya escribí otra entrada de blog al respecto)- de golpe ¡BUM!: otra bomba, que no había calculado. Ahora no sólo hay que cuidarse de los alimentos, sino ¡¡¡de los recipientes en los que vienen los alimentos!!! E incluso más: porque -he aquí el problema- también hemos de cuidarnos de la vajilla plástica que tenemos en casa y principalmente usan -obvio- ¡LAS NENAS!

Así que, sin importar que ya eran las doce de la noche y que tenía que irme a la cama, empecé a revolver toda la cocina, sacando tuppers, revisando vasitos con motivos infantiles, mirando a trasluz y con esfuerzo cada marca ubicada debajo de cada recipiente. Con Google en mano, pude llegar a varias conclusiones, que aquí les resumo: debajo de cada objeto plástico generalmente hay un número o una sigla (o las dos cosas) que se encuentran dentro de un pequeño triángulo. Hagan la prueba, miren en la parte inferior de una botella de agua, por ejemplo. Van a ver un número 1 y la sigla PET. Hay siete tipos de plásticos y, ahora amigos, pueden tomar dos caminos: ignorarlos y seguir como antes -ojos que no ven, corazón que no siente-, o revisar conmigo y separar algunas cosas, especialmente si las usan los chicos.

Según varios estudios y organizaciones internacionales (me fijé de chequear varias fuentes, tampoco se trata de ser alarmistas), no todos los plásticos son iguales. Algunos son seguros de usar (no tóxicos), otros tienen un riesgo medio y otros son altamente tóxicos porque desprenden sustancias que, si las googlean, van a ver la cantidad de cosas que producen en el ser humano (entre ellas, el famoso Trastorno Generalizado del Desarrollo -o TGD. ¿Pura coincidencia que hoy en día haya una gran cantidad de niños con esta problemática que, en la época de nuestros padres y abuelos, no se escuchaba?). En resumen, la cosa es así:

1- PET, como las botellas de agua, es de RIESGO MEDIO/BAJO (si se usan una sola vez)
2- HDPE, que se encuentra en las botellas blancas de leche o potes de yoghurt, ES SEGURO de usar.
3- PVC, en films transparentes o condimentos en botella, es de RIESGO ALTO.
4-LDPE, que está en las típicas bolsas transparentes en donde ponemos la verdura en el súper, NO TIENE RIESGOS.
5- PP, material con la que está hecha buena parte de la vajilla plástica y tuppers que usamos en casa, también ES SEGURA.
6- PS, que es de lo que están hechas las bandejas de la carne o esa vajilla espumosa que se usa en los cumpleaños, se debe EVITAR (sobre todo si ponemos café caliente en una de esas tacitas).
7- Aquí entra una amplia lista de otros materiales. Pero si aparecen las siglas PC, ¡ojo!, es RIESGOSO, porque el policarbonato (ese plástico duro y muy transparente al que normalmente confundimos con acrílico) desprende BPA.

O sea: 1, 2, 4 y 5, permitidos. 3, 6 y 7 prohibidos (por los que defendemos nuestra salud, no por el Estado que de todas maneras permite su uso).

Les cuento mi resultado: tiré seis tazas de niños, de esas que tienen estampas de Disney; separé todo mi juego de vasos de policarbonato (son hermosos, esos estilo retro de colores, pero ¡fuera sea ha dicho!) y me deshice de un juego de platos de plástico que, al no tener indicación, me parecieron de dudosa procedencia. Y me quedé tranquila de que la mayoría de los tuppers y recipientes para microondas son categoría 5 (de todas formas, los especialistas recomiendan no meterlos ni en el micro ni en el lavaplatos, a pesar de estar "habilitados"). Como ya sabía, las mamaderas que usamos en casa no tienen riesgos (tienen que buscar las que dicen BPA FREE y SIN FTALATOS; hoy en día la mayoría de las marcas importantes lo indican en el packaging, pues durante mucho tiempo quienes más se contaminaron fueron...¡los bebés!).

En fin, limpieza hecha, conciencia tranquila. Y ahora a entrenar a las niñas para que coman en platos de loza y tomen en vasos de vidrio. O a recorrer bazares en busca de nueva vajilla, plástica, pero sin riesgos. Así soy, impulsiva y fundamentalista, cuando de la salud se trata. Espero que muchos de ustedes también se sumen a la campaña contra la vajilla tóxica. Que no nos ganen los hábitos de este mundo corporativo, consumista y descartable.




domingo, 16 de octubre de 2016

Porque soy tu madre ¡y punto!



Entre tanto spam meloso que circula por las redes sociales con motivo del Día de la Madre, me llamó la atención un videíto casero que un adolescente armó, ensartándose la peluca rubia para imitar a su (o cualquier) mamá y enunciar un sinfín de frases que todos -como hijos- hemos escuchado una y otra vez. Ahora, estando del otro lado -del de las madres, claro-, la cosa se ve distinta porque -por supuesto, me hago cargo- algunas de ellas yo también las he pronunciado. Que tire la primera piedra quien, siendo mamá, nunca utilizó algunas de estas célebres sentencias:

- "Cuando yo era chica..." o "Si en mi época yo hacía algo así..."

-  "Buscá bien, mirá que si voy y lo encuentro..."

- "Esto no es un restaurant!" (o su versión para adolescentes, "¡Esto no es un hotel!")

- "Hay chicos que no tienen para comer y vos..." (estrategia para manipular al niño cuando se niega a comer).

- "¡Abrigate, que está fresco!" (un clásico antes de salir, aunque haga 25 grados)

- "A la una, a las dos, a las..."

- "Yo que te cambié los pañales..."

-  "Ya voy NO. Ahoraaaaa...."

- "¿Cuántas veces tengo que repetir...?"

- "Porque lo digo yo que soy tu madre ¡y punto!"

Y sí, en la vida cotidiana, nadie es Bob Dylan ni candidato al Nobel. Todas pecamos de clichés. Y también, un poco, de autoritarismo. A veces nos asustamos al escuchar que repetimos a nuestras propias madres. Pero, ¿no es acaso ésta una forma de instalarnos con seguridad en la maternidad? ¿Y a la vez un modo de homenajear a nuestras mamás, reciclando sus fórmulas infalibles? ¿No es acaso un acto de amor, una suave brisa de palabras -o a veces una poderosa ráfaga- que unen imaginariamente pasado, presente y futuro y perpetúan a la familia, generación tras generación? No lo sé, tal vez no sea así; tal vez sólo copiamos lo viejo conocido porque simplemente es más fácil. ¿Se han convertido los lugares comunes en el principal gesto maternal? Para decirlo como lo haría Dylan, sin clichés, the answer my friend, is blowing in the wind, the answer is blowing in the wind...

¡Feliz día de la madre!

lunes, 10 de octubre de 2016

A soplar las velitas, mamá


Cuando los chicos cumplen años, nosotros cumplimos años como papás. Esta semana me toca a mí: ya van seis años desde que me convertí en mamá. ¡¿Cómo pasó tan rápido?! Y a la vez, ¡qué lejana que parece aquella otra vida que tenía antes de la maternidad!

Desde que mi primer hija llegó, cambió mi mundo: mi casa se convirtió en hogar y comencé a pasar casi todo mi tiempo en ella. Cambiaron mis horarios y rutinas, ahora regidas por la hora de entrada y salida del jardín. Se transformaron mis hábitos. Estrenamos la mesa del comedor diario, que nunca habíamos usado, porque con mi marido cenábamos en el living, sobre el sillón, mirando televisión. Cambiaron mis compras del súper y mi forma de cocinar: leí -y aún leo- todas las letras chicas de los paquetes, para ver cada uno de los ingredientes que contienen los alimentos. Nunca más pude ir al baño con la puerta cerrada y desde entonces siempre tuve público durante la ducha. Tampoco me importó sacar la teta en público para amamantar: el bebé y sus necesidades mandan. Nunca más me puse tacos; hacer equilibrio con un niño a upa es una disciplina casi circense que no me interesó practicar. Durante años abandoné las cremas y perfumes, para que la beba sintiera mi olor y, en pleno contacto con mi piel, no hubiera riesgos de reacciones alérgicas. Dejé de ir al shopping y a cualquier lugar cerrado por un año, para alejarme de los virus y otras enfermedades.  Mis charlas con amigas se transformaron: los "chongos" dejaron paso a los hijos y ahora preferimos compartir las intimidades del parto o reírnos de las tetas que chorrean inoportunamente durante la lactancia. Yo que siempre dormí como una roca, me sorprendí a mí misma cuando me despertaba con un suave "ah" de mi bebé y corría a mirar si estaba bien. Si alguna vez había planeado llenar las paredes de mi hogar de arte moderno, ahora mis niñas se ocupan de eso y pegan sus dibujos por toda la casa. Dejé que los juguetes invadieran todos los espacios como una plaga imposible de dominar. Nunca más comí la parte más tierna de un churrasco, ésa siempre será "guardada" para ellas. Tampoco salí nunca más en una foto: en vacaciones, ellas son las protagonistas y yo la camarógrafa que las persigue en sus andanzas. Y -entre otros tantos "nunca más"- está el cine, al que hace años que no pisamos con mi marido: para nosotros un estreno es cualquier film de los noventa que aparezca como novedad en Netflix. Y si ellas están despiertas, veremos en familia -por enésima vez- Toy story.  En el auto, el único CD que está permitido escuchar es el de Topa y Muni (ellas decretaron que no se puede cambiar, a pesar de que está ahí desde 2013). Ya no me compro ropa: si tengo un mango lo gasto siempre en ellas. Y -a pesar de que no soy católica- ¡compré un árbol de Navidad de dos metros de alto que ocupa todo mi living! 

De todo esto me acuerdo en mi sexto aniversario como mamá. Todas estas pequeñas cosas que elegimos hacer para que nuestros chicos sean simplemente felices. Y no cambiaría nada. Ni siquiera el exagerado árbol de Navidad. Después de todo, todas esas pequeñas cosas fueron lo más importante que me sucedió en los últimos seis años. Como solía decir mi suegro, los hijos te llenan la vida. Gran verdad. ¡Feliz cumpleaños mi chiquita!

lunes, 19 de septiembre de 2016

Egresaditos...¡que fantástica fantástica esta fiesta!


¿Quién, entre los que tenemos más de treinta años, se acuerda de haber tenido una fiesta de egresados en el prescolar? ¿Quién recuerda a su maestra de salita de cinco? ¿Y a los compañeros (ojo, no vale si fueron los mismos de la primaria)? ¿Quién se acuerda algo del jardín de infantes, más que de ese enorme patio, los juegos, el arenero, y -como mucho- ese aroma a mate cocido que inundaba la tarde?

Repitan conmigo: nadie. Sin embargo, treinta años más tarde, los chicos de salita verde -gracias a sus mamás a las que les encanta complicar las cosas cada vez más y se entrometen por donde pueden en la vida escolar- tendrán su primer fiestón a los cinco años. No bastó con hacer la remera de egresados, para que la luzcan aquellos que no pueden ni pronunciar esa palabra (para mi hija, son los "regresados"). No señor. Hoy en día, no puede faltar la esperadísima Fiesta de Egresaditos, la cual pocos de nuestros chicos realmente recordarán, pero es sin duda necesaria para que las madres -valium de por medio- transiten esta dura etapa que significa dejar que ese pollito del jardincito crezca para convertirse en alumno de primaria. Evento entre histriónico y melancólico, que combina la histeria del pelotero con el lagrimón piantado cuando aparece el video casero que exhibe fotos de los chicos desde que usaban pañales, así se despide hoy el jardín de infantes.

Claro que tremenda fiestita nunca es gratis. Más bien, implica un número para cada familia. Pero no importa: parecería que todos coinciden en que hay que gastar lo más posible para los Egresaditos. Si alguna mamá ofrece una casa para que la cosa salga más económica, todas las demás -luego de obvios agradecimientos- encontrarán las escusas perfectas para rechazarla y elegir, en cambio, la opción más "completa" (léase, carísima). Así es la tiranía de la democracia dentro del grupo escolar. Se vota y no importa si podés o no pagar. 

Ahora a planear la gran fiesta gran. Seguramente vas a almorzar pizza o panchos, pero por ese menú cualquiera de los saloncitos infantiles te cobrará alrededor de 400 pesos por cabeza. En algunos colegios se invita no sólo a los padres sino también al abuelo, la abuela, el tío, el gato y el perro. Multipliquemos por veinte familias: estamos organizando una fiesta para 100 personas. Papi, poniendo una luquita por lo menos, para que el nene tenga su fiestita de prescolar. Y esto recién empieza. Falta la animación, los souvenirs, los gorritos de egresados y la mar en coche. 

Pero, me dirán, ¿no lo disfrutarán los chicos? Claro que lo disfrutarán, como disfrutan de cualquier cumpleaños, con pelotero, animación, papas fritas, pancho y coca. ¿Y no lo disfrutaremos los adultos? Claro que lo disfrutaremos. Charlaremos de lo grandes que están nuestros nenes, haremos terapia de grupo consolando a las más deprimidas, nos confiaremos todos los chimentos que hemos escuchado sobre el primer grado. Y, por último, lloraremos un poquito hacia el final, emocionados por esta "etapa que termina". Pero me sigo preguntando si, para poder pasar a la próxima etapa, había que armar tanto show y espamento. Salón, animador, catering. ¿Qué pasó con el asadito en una casa, el encuentro en el club o el pic-nic en el parque? ¿A qué madre se lo ocurrió que todo eso ya no era viable para una despedida de chicos de cinco años? Seguramente, a ninguna. Pero poné a veinte madres juntas, y ahí se arma la cosa. Todo es plausible de ser imaginado y pergeñado en un (aparentemente inocente) grupito de Whatsapp.





sábado, 10 de septiembre de 2016

Mitos y verdades sobre cómo dejar el pañal



Hace 24 horas que mi beba dejó el pañal. Confieso que no me lo propuse, venía dilatando el tema hace rato. Sin embargo, ayer, cuando llegué al jardín para retirarla, las maestras me dieron la buena nueva: ¡Mami, sorpresaaaaa! ¡Está sin pañal! Sí, así. De sopetón. Se lo sacaron, nomás, sin preguntar. Ante esa situación, obviamente, me vi obligada a comenzar -antes de lo que yo me lo hubiera propuesto (¡todavía no es verano!)- la OPERACIÓN BOMBACHA. 

Tengo que confesar que lo primero que uno hace, inexperta, ante estos momentos es googlear "cómo sacarle el pañal a mi bebé". Y ahí aparecen un montón de consejos en diez pasos, que dan la sensación de que el tema es ultrasencillo, fácil de resolver con un manualcito for dummies. Para las que aún no lo han intentado, tengo que decirles que NADA de todo eso funciona. Porque no depende de "mamá" -como plantean estos instructivos- sino especialmente de cada chico. Algunos proponen leer "las señales" que da el niño cuando está listo. Pero el problema es que esto no significa solamente que el nene pueda decir "caca". Estas "señales" pueden no ser muy claras, sobre todo porque cada chico tiene su manera de atravesar el asunto. En mi caso, puedo decir que la experiencia que tuve con mis dos nenas fue muy distinta. Que no pude seguir, con la segunda, el mismo método que resultó con la primera. Que, como ellas son distintas, necesitaron cosas diferentes para llegar a ese momento glorioso de ponerse la primer bombacha.

Recuerdo que, la primera vez, me había propuesto lograrlo un verano. Por supuesto, la nena no estaba lista. Se sentó un par de veces en la pelela y después no quiso saber más nada. Nueve meses más tarde, me pedía solita usar bombacha. Coqueta, quería estrenar una nueva de Minnie, y desde ese día en que se lo propuso, fue como un milagro: jamás se hizo encima. Es como si la ficha le hubiera caído, estaba completamente preparada y ella me lo hizo saber. 

Para ese entonces, si me preguntaban, yo era una acérrima detractora de los pañales pull-up (esos que son como bombachitas, pero en pañal). Es que, si uno lo piensa, le dan al niño un mensaje confuso: ¿son como la ropa interior, pero me puedo hacer encima? ¿Cómo funciona eso? Andaba por la vida hablando mal de ellos, hasta que nació mi segunda hija, y en un momento decidió -literalmente- arrancarse el pañal. Tenía poco más de un año y no estaba lista para las lecciones en el baño. Más bien, usaba la pelela como un divertimento: se sentaba en ella para jugar, para luego hacerse encima. Así que -mordiéndome la lengua por todo lo que había dicho- fui directo a comprar  los pull-ups, que le daban libertad para vestirse y desvestirse sola, y resultaron ser una buena solución para el verano, cuando ella quería practicar pero no estaba madura aún como para lograrlo. Inútil fue intentar e intentar, creyendo que ya era el momento sólo porque se encaprichó con no usar el pañal. No sirvió de nada llevar la pelela en la valija -nota al margen: ¡¿por qué las pelelas de ahora son gigantes, imposibles de transportar?!-, haciéndola volar cientos de kilómetros, para que ella "aprendiera" en las vacaciones. No lo hagan, no aprenderá sólo "porque es verano". Va a aprender cuando quiera, haga frío o calor, nos guste o no nos guste. 

De todas las reglas, creo que hay una sola. No importa cuántas ganas tenga mamá. Sólo ellos saben cuándo lo van a logar. Y en ese momento, cuando están decididos, nos lo van a hacer saber. Y ahí hay que acompañar. Poner una bombacha o un calzoncillo antes de tiempo sólo puede embarrar más el terreno. De qué sirve volverse loca intentando llevarlo al baño, cuando él todavía ve al inodoro como Mr. Toilet Man (¿Se acuerdan del inodoro con ojos y dientes que asustaba al niño de Mira quién habla al grito de "GIVE ME THAT PEE PEE"). 

Y por eso temblaba, ayer, cuando las maestras -¡divinas!- decidieron que mi gorda no necesitaba el pañal y la dejaron en pantaloncito. ¿Estará 100% lista? Lo menos que quería era empezar con esa inútil serie de avances y retrocesos. Por suerte, aunque tuvimos algún accidente, lo está logrando. Hoy hizo su primer caca en el inodoro -¡aplausos y festejos!-, pero antes hubo que convencerla un buen rato para que abandonara el rincón donde siempre se apuntalaba para hacer a escondidas. Temblé por un segundo, pero por suerte accedió y lo logró en el baño. Lo que queda, en los próximos días, es bastante trabajo, preguntar y repreguntar a cada minuto si tiene ganas, visitar todos los baños de cada lugar a donde vamos... En fin, parte de la rutina de decirle chau a nuestro viejo amigo el pañal. Pero, cuando ellos están verdaderamente comprometidos, hacerlo es un festejo y no un tormento. O al menos así debería ser, no sólo para el chico sino para nosotras, las mamás, que naturalmente pecamos de ansiedad.