martes, 21 de junio de 2016

Dilema: cómo hablarles de la muerte


Ayer falleció mi abuela. Y surgió, otra vez, esa misma pregunta a la que le sigo dando vueltas: ¿cómo les hablo de la muerte? Cómo explicarles, si ellos son pura vida, que en este mapa que es nuestra existencia todos los caminos llevan a Roma. 

Sucedió algo curioso, ese mismo día, un rato antes de recibir la mala noticia. Por la mañana, mientras volvía del supermercado, escuché involuntariamente una conversación entre una mamá y su hijo de unos diez u once años, que caminaban delante mío. Ella le repetía: "Hijo, lo único que no tiene solución es la muerte". Y yo me quedé asombrada y pensando con qué facilidad esa mamá que evocaba la muerte una y otra vez y sin pruritos, le dejaba un mensaje tan claro y profundo a su hijo. 

Los chicos te ponen en encrucijadas. Ellos quieren detalles, certezas. Y es difícil explicar algo que ni nosotros sabemos bien qué es. Para algunos es un mero acontecimiento biológico. Para otros es trascender. Para unos hay un cielo, para otros no. Para algunos hay ángeles, o vida después de la muerte, o reencarnación. Para otros no hay nada, es simplemente eso, el final. O puede ser una mezcla de todo eso y ni siquiera estamos seguros. La muerte no es más que el más grande de los misterios que ha tenido por siempre la humanidad. Entonces, ¿qué le digo a mi hijo?

En algunos colegios deciden hacerse cargo del tema y brindan algunas claves que les sirven a los chicos como puntos de referencia. Así, por ejemplo, mi hija mayor hizo un día, en clase, un dibujo en papel barrilete para que volara por el aire y llegara al "cielo" en busca de aquellos seres queridos que ya se fueron. Por eso -otra casualidad, o tal vez causalidad, porque los chicos escuchan todo incluso cuando parecen no estar escuchando- hoy mismo encontré a mis hijas gritando a cuatro vientos porque querían lograr comunicarse con su "abuelín", aunque enseguida la más grande sospechó que "no va a bajar del cielo aunque lo pidamos fuerte".  

Pero también es un problema que desde el colegio establezcan como solución la vieja y archiconocida metáfora del cielo, porque algunas familias -de acuerdo con ciertas corrientes de pensamiento- se niegan a "mentirles" a los chicos y se proponen decirles siempre la verdad. Pero, ¿qué verdad es ésa? Además, sin metáforas, ¿cómo explicamos de manera concreta lo ininteligible? He aquí el dilema. 

Lo único cierto es que vivimos en una cultura en la que la muerte es sinónimo de tragedia. De dolor. De angustia. De llanto. No pensamos en ella más que como una desdicha para los que quedamos vivos. Eso no es así de manera universal. La muerte puede ser un proceso natural pero la forma que lidiamos con ella no lo es. Más bien, es un constructo cultural, es decir, cada cultura construye sus modos particulares de relacionarse con la muerte y de otorgarle significados. Por eso los rituales son tan importantes. Permiten que sepamos cómo actuar cuando sucede la muerte. Pero no en todas las culturas los rituales son el velatorio, la cremación o el entierro. Nunca voy a olvidar mi viaje a México durante el Día de Muertos. Con qué felicidad esa gente se reunía y tantas familias se reencontraban por un par de días, para honrar a sus muertos. En realidad, era mucho más que honrarlos: era recibirlos de vuelta, por eso el agua y el pan que les dejaban junto a los santuarios. Y en ese gran abrazo entre un pueblo y sus muertos, todo Michoacán era una gran fiesta. Comida, bebida, baile, música, canto, plegarias y risas. Claro que a mí, bien argentina, se me revolvía el estómago al comer sopa de pescado sentada sobre una tumba y terminé llorando a cántaros con el amanecer, después de toda una noche de gira por los cementerios. Es que ellos veían rencuentro y felicidad donde yo sólo veía pérdida y dolor. Qué diferencia.

Cada cultura tiene sus fórmulas frente a la muerte. A nosotros nos tocó ésta, bien amarga, bien tanguera, de llantos y melancolía. De mucho ensimismamiento, porque cada uno vive el proceso del dolor de forma individual, como algo íntimo y personal, y no abiertamente y en comunidad como vi que sucedía con los pueblos indígenas de México. Y eso nos hace mucho más difícil la tarea de contarles a los chicos cómo es la muerte y qué nos pasa con ella. Mañana tengo que vivir un triste entierro y, por supuesto, no voy a llevar a mis nenas. Cómo me gustaría, en cambio, poder celebrar con ellas que mi abuela vivió 96 largos años.







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