Ok, lo voy a contar. Es la historia de Irina, mi hija mayor. Nació con 850 gramos y seis meses y medio de gestación. 28 semanas exactamente. Midió 32 centímetros y, con menos de un kilo, era apenas del tamaño de un peceto. Pasamos 70 días en neonatología, que -como imaginarán- fueron 70 jornadas de una montaña rusa de sentimientos, que iban de la esperanza a la desesperación. Porque durante esos 70 días nadie te promete nada. Afortunadamente -¡y gracias-gracias-gracias a la medicina actual!- hoy Irina es una nena hermosa, despierta, coqueta y feliz. Y sus comienzos en este mundo, lejanos ahora, parecen tan sólo una anécdota.
Pero fueron más que eso. Fueron los momentos más duros que nos tocó atravesar (a mi marido y a mí) en la vida. Sí, esa frase suena a cliché, ya sé. Pero no hay otra manera de decirlo, fue así. Y momentos así son difíciles de olvidar.
Pero rebobinemos. ¿Qué pasó? Si yo tenía un embarazo perfecto. De esos con pancita liviana, casi sin nauseas, cada eco daba diez puntos, pura felicidad. Si yo podía trabajar (en mis dos o tres trabajos, ya no recuerdo). Y también remodelar mi casa. Y salir a patear cada fin de semana en busca del mejor precio para los azulejos o el lavatorio. Y seguir haciendo gimnasia. E ir cada noche al teatro (era mi profesión, la crítica teatral). ¿Qué pasó entonces? Se llama preclampsia. Para quien no sabe de qué se trata, es una de las cosas más graves que pueden suceder en un embarazo, especialmente si no se detecta a tiempo. Hace algunas décadas, morían bebés y mamás por culpa de ello. Es un combo de presión arterial alta (presión gestacional, es decir, que se dispara durante el embarazo sin causa aparente y que no deja que le pase el "alimento" por el cordón umbilical al feto) con algunos otros indicios más (proteína en orina e hinchazón de pies y manos, por ejemplo), que terminan en un desastre, si es que algún médico no se aviva y saca al bebé de la panza a tiempo.
¿Por qué les cuento todo esto? Porque a mí me hubiera servido, en algún momento, que alguien me dijera que estas cosas pueden pasar. No es lo más común, pero puede pasar (sí mamá, vos me advertiste, pero las hijas no escuchamos a las mamás). No es para asustar a nadie, simplemente para estar alertas. Yo estaba con los pies que parecían dos morcillas, pero supuse que era "normal" que eso sucediera en el embarazo. Supuse también que no pasaba nada si esperaba quince días para consultarle al médico, que era el tiempo que faltaba para mi control de rutina. Gran error. Hoy sé que en el embarazo, cualquier cambio, aunque parezca ingenuo o inofensivo, puede ser síntoma de algo más importante. Y que los pies tipo morcilla no son "normales" en la semana 28 y en octubre, cuando el calor todavía no era agobiante.
Mucho tiempo más tarde, cuando me puse a investigar sobre el tema antes de buscar a mi segunda beba, una obstetra especialista en embarazos de riesgo me dijo: "Las embarazadas tienen que empollar". Sí, como la gallina con su huevo. Con una simple metáfora, resumía todo un concepto. Aunque parezca que podemos seguir con nuestra vida como "si nada estuviera pasando", algo sí está pasando. Mucho está pasando dentro nuestro. Y hay que darle un lugar en nuestra vida.
Por eso si conocés a alguna embarazada, pasale este mensaje. Decile que se dedique a "empollar" su huevo, que no hay nada más importante que hacer en este momento que eso. Y que hay que tomarse la presión en el embarazo cada tanto (algunos médicos no lo hacen en el control de rutina). Y que los pies hinchados pueden estar diciéndonos algo. Reenviale este texto a las embarazadas que conocés. Si no lo hacés... obviamente no va a pasar nada. No va a caer ninguna maldición sobre vos ni sobre nadie, ni bla bla bla, todo eso que presagian esos mensajes-spam insoportables. Pero por ahí podés hacerle un favor a alguien. Nadie sabe (todavía) por qué, ni cuándo, ni a quién le toca la preclampsia.
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