jueves, 16 de junio de 2016

Mi hijo no quiere comer




Yo hice todo mal. Irina era una bebé muy chiquita, en el límite inferior de peso (o percentilo, como dicen los médicos ahora). Y yo sentí que mi misión en la vida era, a toda costa, darle de comer.

Habíamos esperado casi tres meses para verla salir de neonatología con sus dos kilos recién cumplidos. Los gramos se sumaban de a uno y, el día en que llegamos a los 200, festejamos. Así que, con esa mentalidad, seguí alimentándola en casa. Pero Irina no se veía muy interesada en la comida. Y yo insistía. Ella rechazaba la mamadera. Y yo insistía. Se cansaba de la teta. Y yo insistía. Comenzamos con las papillas y con suerte comía una cuchara. La técnica del avioncito no funcionaba. Entonces yo le metía alguna cucharada de prepo en la boca mientras estaba distraída y le ponía cara de "¡qué rico!", y ella me devolvía una cara de "¿por qué me hacés esto?". Y escupía. Escupía y seguía escupiendo.

Después fue creciendo y la hora de la comida se volvió prácticamente un circo. Todo empezó con un títere con forma de jirafa que le habían regalado. El títere le hablaba y ella comía. Yo feliz por haber encontrado un recurso, comencé a explotarlo. Pero el problema fue que, muy pronto, dejó de ser suficiente que el títere le acercara la cuchara. La jirafa tenía que cantar, después bailar, después hacer malabares, saltar por el aire. Y un día me di cuenta de que para que la nena comiera cuatro o cinco cucharadas, yo tenía que andar revoleando una jirafa de un lado al otro, haciéndola volar literalmente por el living. La hazaña preferida era la triple mortal en el aire: con esa abría bien grande la boca. ¿Pero hacia dónde iba todo eso? El próximo paso era reproducir una escena al Cirque du Soleil. Ciertamente, no estaba funcionando.

Los que me han visto darán crédito: a donde íbamos, yo perseguía a mi hija con una cuchara en mano. Y la nena, de alguna forma, se dio cuenta de que ése era mi punto débil y comenzó a manipularme. Así que, cuando tenía poco más de un año, cada vez que hacía un berrinche comenzaba a hacer arcadas y terminaba vomitando. Sí, vomitando...¡esas pocas cucharadas que me habían costado sudor y lágrimas!

Las escenas de vómitos fueron el límite. Evidentemente, había hecho las cosas mal. La nena con más de tres años no agarraba la cuchara  -no porque no pudiera, su motricidad fina era impecable- sino porque mamá siempre había estado ahí sosteniéndola (tiempo más tarde, en algún lado leí que hay que dejarlos comer solos a partir del año y medio porque después de los dos años ya no van a querer hacerlo. ¡De haberlo sabido antes!). Así que empecé a poner en práctica una técnica inversa. Me propuse dejarla solita frente al plato. No insitir. Aunque me tuviera que morder la lengua. Aunque al principio no comiera. Y así fue mejorando. Hoy come de todo, sin ayuda, y aunque sus porciones no son muy grandes, muchas veces se termina el plato.

Con mi segunda hija, asumí mis errores del pasado e hice todo diferente. Tania comió sola desde el año recién cumplido. Casi no probó papillas, le daba todo cortadito bien chiquito para que agarrara con la mano. Y funcionó. Y yo fui una mamá más feliz. Sin tener que hacer avioncitos con el tenedor, ni meterle de prepo en la boca, ni montar todo un circo para convencerla de lo bueno que es comer. La comida debe ser un placer y ahora me doy cuenta de que lo es más cuando uno puede observar, oler, dejarse tentar, tocar y finalmente llevarse eso que está ahí y parece rico a la boca. Si el instinto funciona, mejor no intervenir mamá.


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