miércoles, 24 de agosto de 2016

Se viene el Día del Maestro. Algunas reflexiones sobre el regalo colectivo (y carísimo)


Todo empezó con una manzana lustrada. Ésa que quizás, nuestros abuelos, llevaron un día al colegio para entregarla, orgullosos, a su maestra. La manzana resume metafóricamente lo que el regalo del Día del Maestro significa. O debería significar. Porque, varias generaciones más tarde, no estoy segura de que los chicos de hoy recreen, con los sofisticados regalos grupales, esas sensaciones de orgullo y cariño que producía la simple pero dulce manzana.

Y no es una cuestión de dinero. No es porque la manzana cueste dos pesos y el regalo colectivo probablemente, mil. Ni siquiera estoy hablando de la imposición -casi divina- de aportar a la colecta con un número fijo (preestablecido andá a saber por quién), sin ser previamente consultado respecto de si está dentro de las posibilidades económicas personales (imposición que si no cumples, recaerá sobre tu hijo como una maldición, porque de ahí en más perderá la "membresía" de pertenencia al grupo). Ése es otro tema. Me refiero, más bien, a que -con las prácticas que las mamás modernas instalaron como una tradición inviolable en los colegios- los chicos se pierden de muchas cosas que nosotros vivimos cuando íbamos a la escuela. Paso a dar ejemplos.

Cuando el regalo era individual, había que ir a elegirlo con mamá. Uno podía idear con cuidado qué le compraría a su maestra, pensar opciones, imaginar lo que a ella más le habría gustado. Qué le importa a mi hija, de cinco años, la cartera de Prune y la remera de Wanama que eligieron, obviamente, los adultos. Para ella, seguramente, tiene mucho más valor una cajita de bon-o-bon, envuelta por ella misma y acompañada por una tarjeta casera, preparada con cariño un domingo a la tarde. Y, después, está el momento de la entrega. Es muy emotivo verla a ella preocuparse por llevar el regalito intacto, cuidándolo desde que sale de casa hasta que llega a la escuela, afanosa de su hazaña y lista para ser recibida por su maestra con una enorme sonrisa de agradecimiento. Un momento lleno de orgullo, similar al que seguramente tuvo alguna vez mi abuela cuando llevó su manzana lustrada. Un obsequio que dice a gritos "maestra, te quiero, y por eso preparé -¡yo misma!- este regalo tan especial para vos".

Yo entiendo que, hoy, las maestras prefieran recibir mil pesos en una tarjeta Falabella, lista para salir de shopping sin condicionamientos. No voy a ponerme en contra de las nuevas costumbres, ni menos aún -Dios no lo permita- ¡en contra de los grupos de madres! Entiendo que juntar plata es más práctico. Que resuelve el problema para las mamás superocupadas. Que el regalo (caro) suele ser bien valorado por las docentes, injustamente castigadas con malos sueldos. Pero, en algún lugar, sigo añorando esa vieja costumbre de la manzana lustrada. Del obsequio pequeño pero personalizado. De la preparación previa y casera, con tarjetas hechas de brillantina y papel glasé. De la emoción de entregarlo personalmente. Del orgullo de haberlo elegido con esmero. Me pregunto, ¿cuánto del cariño de los chicos se expresa en una cartera Prune de 850 pesos? ¿Cómo viven los chicos de hoy ese momento, otrora mágico, cuando a veces -a los 3 o 4 años- ni siquiera entienden que ese presente (al que ven por primera vez cuando la maestra lo está abriendo) es de parte de ellos?

Y, por último, me pregunto también si el regalo del Día del Maestro ha dejado de ser una sencilla expresión de amor por parte del niño hacia su seño, como lo fue tradicionalmente, para transformarse en una soberbia muestra de agradecimiento de nosotros, los padres, hacia las docentes -a las que obviamente valoramos por todo el enorme esfuerzo que hacen diariamente por nuestros hijos. Un regalo hecho por adultos para otros adultos. Un reconocimiento válido, por supuesto, pero en el que los chicos ya nada tienen que ver.


miércoles, 17 de agosto de 2016

La historia según la escuela, redonda y color de rosa


La escuela nos ha contado la historia a su manera. Y lo sigue haciendo. Hoy se conmemora la muerte del General San Martín y, en la escuela, no dejan de hablar del amor del prócer por Remedios (sí, chicos, se llamaba Remedios, ¡no Antibiótico como sugirió hoy un nene a la maestra!). 

Es curioso que la versión para jardín de infantes de la vida de San Martín se centre tanto en esa relación conyugal y no en la enormidad de hazañas de guerra que tuvo que llevar adelante el pobre José para liberar a la Argentina y dos pueblos más. Pido disculpas pero, primero, quiero despacharme respecto de lo que pienso de los actos patrios en los jardines de infantes -especialmente cuando los nenes están en salita de dos, como mi hija. Y sí, lo digo: me parece una inútil pérdida de tiempo para todos; para los grandes -obligados a buscar escusas en el trabajo cada dos por tres-, y para los chicos, que aún no tienen la capacidad de comprender las efemérides, ni pensar en un tiempo pasado, si a los dos o tres años ni siquiera distinguen entre el ayer y la semana pasada. ¿Qué sentido tiene entonces que le cuenten lo que significó hace doscientos años que un señor cruzara los Andes con razones político-ideológicas para luchar contra un gobierno monárquico que nos gobernaba desde otro continente? Es muy pronto, ya habrá tiempo para eso. Gracias que, por el momento, la mía entiende que cuando se canta hay que pararse, cuando se termina de cantar hay que sentarse y cuando todos aplauden, hay que aplaudir bien fuerte. Eso ya es mucho para los dos años, ya que la mayoría no hace ni eso y otros son perseguidos por las maestras mientras se dispersan por ahí o lloran cuando ven a sus mamás a lo lejos. Por otra parte, si ya festejamos el 25 de mayo, el 20 de junio y el 9 de julio -fechas más alusivas a la patria y a todos sus símbolos- celebrar en el jardín la muerte del General (¡Sí, la muerteeee!, ¡¡¡¿cómo le explico qué es la muerte y por qué si es triste estamos festejando?!!!) ya me parece que roza lo ridículo. Pero el estado lo demanda y las seños le ponen buena voluntad y arman todo el zafarrancho. 

Volviendo al tema de Remedios, José y Merceditas, hoy en el acto parecía que la historia del General se sostenía principalmente por esa perfecta familia tipo que había formado junto a una mujer a la que -obviamente- amaba. Lo de los Andes lo contaron rapidito, pero un buen rato le dedicaron al casamiento, el amor, el nacimiento de la hijita. Mientras la maestra no cesaba de reforzar con bellas palabras lo que José sentía por Remedios, yo sólo pensaba: ¿por qué hay que mentirles así a los chicos? San Martín fue importante para la historia nacional, y punto. Fue importante porque fue un estratega político y de guerra, y punto. Fue importante por lo que hizo en el plano público, y punto. Su vida privada no debería interesar. Y si quieren contarla, ¿por qué tergiversarla? ¿Por qué decir que fue un buen padre, si fue un pésimo papá que se alejó de su única hija durante años? ¿Por qué no decir que se casó con Remedios, una nena de 14 años (él ya tenía 34), sólo por conveniencia, porque ella pertenecía a una familia de gran prestigio social y solvencia económica, justo lo que él necesitaba para "entrar" en la sociedad porteña -a su regreso de Europa- y llevar adelante su propia agenda política? ¿Por qué no decir que en la primera de cambio la abandonó en Buenos Aires para irse a vivir a Mendoza, donde residió durante muchísimos años junto a otra mujer? La verdad es que San Martín fue un pésimo hombre en la intimidad. Fue un grande de la patria, pero no buen marido para Remedios, ni un buen padre para Mercedes. Ni siquiera fue a visitar a su esposa en su lecho de muerte. No lo juzgo. Todo lo contrario. De hecho lo considero uno de los mejores próceres, por la labor que realizó en pos de la construcción de lo que hoy es nuestro estado nacional. Pero pensar que por ello hay que inventarle una biografía color de rosa, ATP, con la familia tipo y el comieron perdices incluido, no señores, tampoco la pavada. 

No hay necesidad de decirles a los chicos todas esas cosas. San Martín no será menos prócer, ni menos Libertador de América, por haber sido un mal marido y haber tenido varias amantes. Dejen que los chicos crezcan para comprender su hazaña, estudiar su (verdadera) vida, y después juzgarlo. ¿Por qué la escuela se ensaña en seguir narrando la historia política nacional como un cuento de hadas? ¿Por qué a cada paso les tenemos que mostrar modelos de felicidad conyugal y familias convencionales, cuando vivimos en una sociedad en donde la familia tipo ya no es el único modelo de familia? Y, principalmente, ¿por qué les tenemos que mentir a los chicos para que "entiendan" la historia? ¿No hay otra forma de armar un relato acorde a la edad de la audiencia sin tergiversar los hechos históricos? ¿Es que el padre de la patria tiene que ser retratado, sí o sí, como el mejor padre del mundo? Se los dejo para pensar.







viernes, 12 de agosto de 2016

Juegos Olímpicos. Los diez deportes en los que las mamás somos campeonas


¡Qué lindo es ver los Juegos Olímpicos en casa con los chicos! Por fin podemos mostrarles el verdadero espíritu deportivo, un espectáculo un poco más alentador del que diariamente nosotras podemos ofrecerles como ejemplo. Ésta es la rutina de ejercicios semanal de cualquier mamá, campeona olímpica del hogar:

1. Levantamiento de pesas: con dos bolsas de Carrefour en cada mano, más repletas ahora que nunca, ya que en provincia también te cobran por cada bolsa y amontonás todo lo que podés en unas pocas.

2. Baloncesto: se practica mientras cambiás el bebé. Para no dejarlo solo, por riesgo a que se caiga del cambiador, con una mano arrojás el pañal al cesto que está a metro y medio de distancia y (de vez en cuando) la embocás. Si no entró, quedará en el suelo durante un rato, hasta que tengas tiempo de ir a recogerlo (es posible que sea a la noche, o al día siguiente). No se recomienda practicar este deporte cuando el balón tiene caca.

3. Lucha: lo practicamos todas las mañanas, a las 7 AM, cuando los tenemos que levantar para ir al colegio.

4. Tenis: siempre en verano, en el cuarto de los chicos, con la raqueta de matar mosquitos.

5. Clavados: son todas las actividades a las que tu hijo tiene que llegar EN PUNTO. Y también todas aquellas en las que tenés que retirarlo en un horario altamente estipulado. Cinco minutos tarde y los adultos a cargo te mirarán como a una madre irresponsable y desorganizada.

6. Hockey. Con la escoba, barriendo juguetes que quedaron tirados por toda la casa. No hay arco, con arrinconarlos en un sector alcanza para ganar el juego.

8. Triatlón: de vez en cuando viene este ejercicio combinado, más que esforzado. Sucede cuando papá está de viaje por trabajo y mamá hace todo lo que, diariamente, se hace de a dos. O sea, mamá levanta a los chicos a la mañana, los viste mientras les prepara el desayuno, lleva al primer hijo al colegio, al segundo al jardín, todo en el mismo horario y en tiempo récord. 

9. Pentatlón. Es igual que el anterior pero, a todo aquéllo, se le suman actividades extras, de distinto tipo y siempre en horarios superpuestos. El otro día, por ejemplo, me tocó llevar a una  de mis hijas al médico y a otra a un cumpleaños, todo en simultáneo, mientras me acordaba que todavía me faltaba pasar por la farmacia y el supermercado.

9. Artes marciales: a veces, después de un día chino, queremos hacer volar todo con una patada de taekwondo, pero nos contenemos como si poseyéramos la concentración, la paciencia y la sabiduría oriental. En esos días, mejor no explotar.

10. Remo: y sí, la remamos día a día, ¿o no? 

¡¿Quién dijo que no sudamos la camiseta como un campeón olímpico?! Entrenamos todos los días, aunque estemos exhaustas, enfermas o no hayamos dormido, mientras (a veces) ¡papá sólo nos alienta desde la tribuna!

Todas las mamás nos merecemos una gran medalla dorada. Por suerte los tenemos a los chicos, que -más valiosos que el oro- son el mejor premio que podríamos recibir por tanto esfuerzo.

jueves, 4 de agosto de 2016

S.O.S. Día del Niño: qué regalar (y un poco de terapia de grupo antes de comprometer nuestra tarjeta de crédito)


Acaban de terminar las vacaciones de invierno, en donde invertiste gran parte de tu salario durante quince días de intensa actividad. Y ahora llega otra obligación monetaria: el Día del Niño. Antes de tener hijos, poco apunte le llevaba yo a las fechas establecidas por el mercado. Sin embargo, después de tenerlos, todas las celebraciones de ese tipo -Día del Padre, de la Madre, del Niño, Navidad, Reyes y otras que recientemente han inventado, como el Día del Nieto o del Abuelo (faltan las del tío y el primo, que seguramente las estarán patentando)- se vuelven ineludibles responsabilidades de desembolso de dinero.

Este año es el tercer domingo de agosto y ahí estamos todos pensando, de antemano, qué vamos a regalar. Tienen la pieza llena de juguetes, ya no sabés dónde guardarlos. Pero vas a salir igual a comprar uno o varios más. Es curioso, además, que durante el año se te ocurren un montón de cosas que te gustaría que tuvieran, pero cuando llega la fecha no encontrás nada que pueda ser útil o novedoso. Si no sos de los que evalúan todos los panoramas antes de decidir, aquí repaso los posibles escenarios.

Una opción es hacerles un regalo súper importante -léase, súper caro-, con el riesgo de que luego jueguen con él dos semanas y después quede arrumbado por ahí, mientras vos tenés que seguir pagándolo en cuotas durante dieciocho meses más. En el polo opuesto, está el regalo económico, para salir del paso. Entonces evitás las jugueterías, que ya sabés que te van a sacar un ojo de la cara, y te metés en el bazar chino. Y ahí elegís alguna de esas porquerías luminosas, que llaman bien la atención, hacen ruido, son de un plástico asqueroso y sabés que se van a romper pronto. Pero salió barato, los chicos se divirtieron un rato, misión cumplida. Aunque pensándolo bien, descarto esta última solución que en realidad podría resultar, según mi experiencia reciente, arriesgada y hasta un tanto peligrosa. La útlima vez que elegí uno de estos juguetes chinos -era una muñeca Frozen que en lugar de piernas tenía una bola lumínica de su cintura para abajo y destellaba luces de colores mientras repetía "Let it go, let it go"-, mi hija de un año y medio tuvo un pseudo brote psicótico obsesivo, como si el juguete la atrapara y no pudiera dejar de escuchar esa música que era tan sólo una suerte de loop que se repetía una y otra vez, mientras se hipnotizaba con las luces psicodélicas. Lo apagábamos y ella se tiraba al piso, pataleaba, gritaba, como nunca jamás la habíamos visto hacerlo. Resultado: el chiche duró tan solo unas horas en casa, lo devolví al día siguiente.

Si querés evitar juguetes de los que nadie te alerta lo nocivos que pueden ser para la psiquis de tus hijos -y sí, después de eso me volví paranoica, desconfío hasta del patito de goma que vende el chino de Maipú-, entonces sin duda hay que optar por la juguetería didáctica. Ahí te enganchás y te querés llevar todo. Hasta que te dicen los precios, dejás todo en su lugar y te vas con las manos vacías. O te llevás algo chiquito, que igual te salió 400 pesos. Y finalmente terminás en la juguetería común y corriente, esa que tiene todas las marcas comerciales del mercado, y decidís comprar lo que los chicos te dijeron que querían. Pero lo comprás sabiendo que es un error hacerlo, porque ellos siempre quieren lo que ven por la televisión, en las publicidades que pasan entre dibujo y dibujo animado. Rara vez se trata de juguetes de materiales nobles, didácticos, que alimentan su intelecto, su imaginación o su curiosidad; más bien casi todos son de plástico y a pila, y no dejan lugar para imaginar nada: hacen de todo. Y además salen carísimos, si compramos los originales. Y, ojo al piojo, después de los cuatro años, ellos se dan cuenta si elegiste el "trucho" y te lo recriminan de por vida.

Después de todo esto, te diste cuenta de la difícil encrucijada en que te han metido los comercios, la sociedad y el capitalismo entero con esto del Día del Niño. En esos momentos, en los que estoy desorientada y desanimada, me acuerdo de ese lindo comercial español que circuló por las redes sociales en alguna Navidad pasada. ¿Se acuerdan? Ése en el que les pedían a algunos chicos que escribieran una carta para los Reyes y ellos hacían una lista larguísima de juguetes. Y luego les pedían que escribieran otra carta para papá y mamá. Y ahí ellos sólo pedían que papá y mamá estuvieran más tiempo y jugaran más con ellos. Y ahí, con ese golpe bajo imprevisto, era imposible no piantar el lagrimón. Y sí, al final, lo que los chicos más quieren -y necesitan- es afecto y presencia. Así que, después de tanto calcular y recalcular, me convenzo de que cualquiera sea el regalo que elija para este Día del Niño, va a estar bien si, al final del día, me siento a jugar un rato con ellos. 

miércoles, 3 de agosto de 2016

39 grados y la maratón de las cuatro de la mañana


¿Por qué nadie nos advirtió antes de tenerlos? Sí, hablo de las largas noches en vela, con ellos al borde de los cuarenta de fiebre. Ayer, en casa, fue una de esas noches.

Como siempre, el pico de la fiebre es en la mitad de la noche. Tres, cuatro de la mañana, es su hora predilecta. Entonces te levantás, a pesar de que no querés dejar la frazada; salís de la cama muerta de frío, con los ojos todavía cerrados y, cuando vas a ver, sólo con tocarle la frente lo sabés: vuela de fiebre. Entonces salís en la búsqueda del termómetro (hay que tener dos o tres por toda la casa, por varias razones: la primera, si no encontrás uno, aparece el otro. Las cuatro de la mañana no son horas como para ponerse a pensar dónde lo dejaste. En segundo lugar, a veces dudás si el digital funciona bien -¡¡¡no puede ser, le tomo de nuevo!!!- y entonces torturás otra vez al chico, esta vez con el viejo termómentro a mercurio que nunca falla). Después, el veredicto: marca 39. Es unánime, hay que actuar. 

Sigo dormida y me cuesta pensar. ¡¡¡¿Qué hago?!!! Busco el ibuprofeno y rápidamente repaso los métodos para lograr que lo tome, lo más pronto posible. Método 1: la mamadera. Se lo coloco con la leche (ya no me importa qué diga el pediatra, ese método generalmente no falla). Me hago la buena, "acá te traje la memi", se la doy y... nada. Claro, la última vez tenía un par de meses menos. Ahora, con dos años y medio, no la convenzo ni ahí de que eso que le di es la mamadera de siempre. Seguro que el gusto se nota, pienso. Entonces le agrego una cucharada de azúcar. Y voy otra vez a la carga: "acá está otra vez la memi, qué ricaaa.....". Si mi nena, adicta a la mamadera -no puedo lograr que la deje, a pesar de que lo hemos intentado-, la rechaza es porque a) se siente muy mal; b) el remedio tiene un gusto asqueroso, que no pasa ni mezclado en un cuarto litro de leche.

Bien, no funcionó. Método 2: la jeringa en la boca. Como no la encuentro por ningún lado, pasamos directamente al método 3: "la conversación". Preparo el remedio en un vasito, mezclado con mucha azúcar, y me acerco a la cama con tono conciliador, cuchara en mano y lista para explicarle -ahora son las cuatro y media de la mañana- por qué es tan importante que tome el remedio. Después de hablar dos o tres minutos, me canso, le encajo una cucharada de prepo en la boca, llora, patalea, lo escupe todo. Otra vez pienso, ya no es tan chiquita, sola no puedo.

Entonces voy a despertar a mi marido. "Amor, mirá, la nena no quiere tomar el remedio....", empiezo bajito. "¡¡¡Despertateeeeee, tiene 39 de fiebreeeee!!!", remato. Se levanta dormido, como yo hace un rato, sin saber bien qué hacer. Ok, improvisamos un método nuevo. La nena dijo que quería un postrecito entonces voy a la heladera a buscar un Shimmy y escondo otro tarrito con remedio, lista para mezclarlo en cada cucharada. Nos preparamos sobre nuestra cama, él la sostiene a upa, yo le acero la cuchara pero...."Postre noooo mamá", dice ella. ¡Cambió de idea! ¡Y en esa primer cucharada ni siquiera le encajé el remedio! ¡¿Qué hago ahora?!

Volvemos al método 3, pero sin preámbulos, esta vez con más certeza. "Vos sostenla, yo se lo doy o se lo doy", le digo a mi marido. Entonces lo intentamos, se lo meto en la boca y de pronto la nena comienza a hacer arcadas y vomita TODO. Gracias a los buenos reflejos del papá, se salvan las sábanas, porque él logra correrla justo a tiempo para que el vómito no caiga sobre la cama (no es la primera vez que pasa y, generalmente, a esas horas, el vómito siempre cae sobre la cama). Esta vez, al menos, zafé de cambiar toda la ropa de cama. Entonces vamos al baño, a limpiarla, y arremetemos de nuevo. Una-dos-tres, va la primera cuchara. Pero faltan cuatro más, para completar los cinco mililitros (¿por qué no viene más concentrado? Malditos laboratorios, ¿no piensan en los esfuerzos sobrehumanos que hacemos las madres para que tomen esta porquería que ellos preparan?). 

Son las cinco de la mañana. Lo logramos. Se lo dimos. Entre llanto, felicitaciones, muy bien, muy bien, falta poco, tomá más agua, sólo una más. Lo traga. Terminamos. Pero esto, en realidad, no concluye ahí. Ser una buena madre significa seguir, al menos por una media hora más, colocando pañitos fríos sobre la frente hasta que la fiebre ceda. Y, si esto no resulta, llenar la bañera -sí, a las cuatro, cinco o seis de la mañana- y hacerla jugar bajo el agua tibia durante al menos veinte minutos. Y después dejarla dormir en tu cuarto y vigilarla cada tanto, durante toda la noche, mientras intentás descansar algo, incómoda, siempre al borde de caer de la cama, porque ella ocupa tu lugar y tu almohada.

Estoy rendida. Obviamente, todo lo que tenía que hacer hoy, cancelado. Sólo quiero dormir, dormir y dormir. Pero seguramente hoy tampoco sea un día fácil. Y, en la noche, probablemente tengamos otra escena a las tres o cuatro de la mañana. Sólo espero que no sea como la del año pasado, cuando tuvimos que llamar a la ambulancia por una convulsión por fiebre. O cuando tuvimos que salir corriendo a la guardia, también a la medianoche, para hacer unos estudios que, al final, resultaron innecesarios. Pensando en todo eso, pasar la noche en vela embarcada en la misión remedio, al fin y al cabo, no parece tan malo. Sólo faltan unos tres o cuatro días más, como mucho una semana. Ya pasará. Y de vuelta a la rutina, satisfechas por nuestros sacrificios sobrehumanos, amaremos de nuevo haber elegido ser mamás.