Todo empezó con una manzana lustrada. Ésa que quizás, nuestros abuelos, llevaron un día al colegio para entregarla, orgullosos, a su maestra. La manzana resume metafóricamente lo que el regalo del Día del Maestro significa. O debería significar. Porque, varias generaciones más tarde, no estoy segura de que los chicos de hoy recreen, con los sofisticados regalos grupales, esas sensaciones de orgullo y cariño que producía la simple pero dulce manzana.
Y no es una cuestión de dinero. No es porque la manzana cueste dos pesos y el regalo colectivo probablemente, mil. Ni siquiera estoy hablando de la imposición -casi divina- de aportar a la colecta con un número fijo (preestablecido andá a saber por quién), sin ser previamente consultado respecto de si está dentro de las posibilidades económicas personales (imposición que si no cumples, recaerá sobre tu hijo como una maldición, porque de ahí en más perderá la "membresía" de pertenencia al grupo). Ése es otro tema. Me refiero, más bien, a que -con las prácticas que las mamás modernas instalaron como una tradición inviolable en los colegios- los chicos se pierden de muchas cosas que nosotros vivimos cuando íbamos a la escuela. Paso a dar ejemplos.
Cuando el regalo era individual, había que ir a elegirlo con mamá. Uno podía idear con cuidado qué le compraría a su maestra, pensar opciones, imaginar lo que a ella más le habría gustado. Qué le importa a mi hija, de cinco años, la cartera de Prune y la remera de Wanama que eligieron, obviamente, los adultos. Para ella, seguramente, tiene mucho más valor una cajita de bon-o-bon, envuelta por ella misma y acompañada por una tarjeta casera, preparada con cariño un domingo a la tarde. Y, después, está el momento de la entrega. Es muy emotivo verla a ella preocuparse por llevar el regalito intacto, cuidándolo desde que sale de casa hasta que llega a la escuela, afanosa de su hazaña y lista para ser recibida por su maestra con una enorme sonrisa de agradecimiento. Un momento lleno de orgullo, similar al que seguramente tuvo alguna vez mi abuela cuando llevó su manzana lustrada. Un obsequio que dice a gritos "maestra, te quiero, y por eso preparé -¡yo misma!- este regalo tan especial para vos".
Cuando el regalo era individual, había que ir a elegirlo con mamá. Uno podía idear con cuidado qué le compraría a su maestra, pensar opciones, imaginar lo que a ella más le habría gustado. Qué le importa a mi hija, de cinco años, la cartera de Prune y la remera de Wanama que eligieron, obviamente, los adultos. Para ella, seguramente, tiene mucho más valor una cajita de bon-o-bon, envuelta por ella misma y acompañada por una tarjeta casera, preparada con cariño un domingo a la tarde. Y, después, está el momento de la entrega. Es muy emotivo verla a ella preocuparse por llevar el regalito intacto, cuidándolo desde que sale de casa hasta que llega a la escuela, afanosa de su hazaña y lista para ser recibida por su maestra con una enorme sonrisa de agradecimiento. Un momento lleno de orgullo, similar al que seguramente tuvo alguna vez mi abuela cuando llevó su manzana lustrada. Un obsequio que dice a gritos "maestra, te quiero, y por eso preparé -¡yo misma!- este regalo tan especial para vos".
Yo entiendo que, hoy, las maestras prefieran recibir mil pesos en una tarjeta Falabella, lista para salir de shopping sin condicionamientos. No voy a ponerme en contra de las nuevas costumbres, ni menos aún -Dios no lo permita- ¡en contra de los grupos de madres! Entiendo que juntar plata es más práctico. Que resuelve el problema para las mamás superocupadas. Que el regalo (caro) suele ser bien valorado por las docentes, injustamente castigadas con malos sueldos. Pero, en algún lugar, sigo añorando esa vieja costumbre de la manzana lustrada. Del obsequio pequeño pero personalizado. De la preparación previa y casera, con tarjetas hechas de brillantina y papel glasé. De la emoción de entregarlo personalmente. Del orgullo de haberlo elegido con esmero. Me pregunto, ¿cuánto del cariño de los chicos se expresa en una cartera Prune de 850 pesos? ¿Cómo viven los chicos de hoy ese momento, otrora mágico, cuando a veces -a los 3 o 4 años- ni siquiera entienden que ese presente (al que ven por primera vez cuando la maestra lo está abriendo) es de parte de ellos?
Y, por último, me pregunto también si el regalo del Día del Maestro ha dejado de ser una sencilla expresión de amor por parte del niño hacia su seño, como lo fue tradicionalmente, para transformarse en una soberbia muestra de agradecimiento de nosotros, los padres, hacia las docentes -a las que obviamente valoramos por todo el enorme esfuerzo que hacen diariamente por nuestros hijos. Un regalo hecho por adultos para otros adultos. Un reconocimiento válido, por supuesto, pero en el que los chicos ya nada tienen que ver.