¿Por qué nadie nos advirtió antes de tenerlos? Sí, hablo de las largas noches en vela, con ellos al borde de los cuarenta de fiebre. Ayer, en casa, fue una de esas noches.
Como siempre, el pico de la fiebre es en la mitad de la noche. Tres, cuatro de la mañana, es su hora predilecta. Entonces te levantás, a pesar de que no querés dejar la frazada; salís de la cama muerta de frío, con los ojos todavía cerrados y, cuando vas a ver, sólo con tocarle la frente lo sabés: vuela de fiebre. Entonces salís en la búsqueda del termómetro (hay que tener dos o tres por toda la casa, por varias razones: la primera, si no encontrás uno, aparece el otro. Las cuatro de la mañana no son horas como para ponerse a pensar dónde lo dejaste. En segundo lugar, a veces dudás si el digital funciona bien -¡¡¡no puede ser, le tomo de nuevo!!!- y entonces torturás otra vez al chico, esta vez con el viejo termómentro a mercurio que nunca falla). Después, el veredicto: marca 39. Es unánime, hay que actuar.
Sigo dormida y me cuesta pensar. ¡¡¡¿Qué hago?!!! Busco el ibuprofeno y rápidamente repaso los métodos para lograr que lo tome, lo más pronto posible. Método 1: la mamadera. Se lo coloco con la leche (ya no me importa qué diga el pediatra, ese método generalmente no falla). Me hago la buena, "acá te traje la memi", se la doy y... nada. Claro, la última vez tenía un par de meses menos. Ahora, con dos años y medio, no la convenzo ni ahí de que eso que le di es la mamadera de siempre. Seguro que el gusto se nota, pienso. Entonces le agrego una cucharada de azúcar. Y voy otra vez a la carga: "acá está otra vez la memi, qué ricaaa.....". Si mi nena, adicta a la mamadera -no puedo lograr que la deje, a pesar de que lo hemos intentado-, la rechaza es porque a) se siente muy mal; b) el remedio tiene un gusto asqueroso, que no pasa ni mezclado en un cuarto litro de leche.
Bien, no funcionó. Método 2: la jeringa en la boca. Como no la encuentro por ningún lado, pasamos directamente al método 3: "la conversación". Preparo el remedio en un vasito, mezclado con mucha azúcar, y me acerco a la cama con tono conciliador, cuchara en mano y lista para explicarle -ahora son las cuatro y media de la mañana- por qué es tan importante que tome el remedio. Después de hablar dos o tres minutos, me canso, le encajo una cucharada de prepo en la boca, llora, patalea, lo escupe todo. Otra vez pienso, ya no es tan chiquita, sola no puedo.
Entonces voy a despertar a mi marido. "Amor, mirá, la nena no quiere tomar el remedio....", empiezo bajito. "¡¡¡Despertateeeeee, tiene 39 de fiebreeeee!!!", remato. Se levanta dormido, como yo hace un rato, sin saber bien qué hacer. Ok, improvisamos un método nuevo. La nena dijo que quería un postrecito entonces voy a la heladera a buscar un Shimmy y escondo otro tarrito con remedio, lista para mezclarlo en cada cucharada. Nos preparamos sobre nuestra cama, él la sostiene a upa, yo le acero la cuchara pero...."Postre noooo mamá", dice ella. ¡Cambió de idea! ¡Y en esa primer cucharada ni siquiera le encajé el remedio! ¡¿Qué hago ahora?!
Volvemos al método 3, pero sin preámbulos, esta vez con más certeza. "Vos sostenla, yo se lo doy o se lo doy", le digo a mi marido. Entonces lo intentamos, se lo meto en la boca y de pronto la nena comienza a hacer arcadas y vomita TODO. Gracias a los buenos reflejos del papá, se salvan las sábanas, porque él logra correrla justo a tiempo para que el vómito no caiga sobre la cama (no es la primera vez que pasa y, generalmente, a esas horas, el vómito siempre cae sobre la cama). Esta vez, al menos, zafé de cambiar toda la ropa de cama. Entonces vamos al baño, a limpiarla, y arremetemos de nuevo. Una-dos-tres, va la primera cuchara. Pero faltan cuatro más, para completar los cinco mililitros (¿por qué no viene más concentrado? Malditos laboratorios, ¿no piensan en los esfuerzos sobrehumanos que hacemos las madres para que tomen esta porquería que ellos preparan?).
Son las cinco de la mañana. Lo logramos. Se lo dimos. Entre llanto, felicitaciones, muy bien, muy bien, falta poco, tomá más agua, sólo una más. Lo traga. Terminamos. Pero esto, en realidad, no concluye ahí. Ser una buena madre significa seguir, al menos por una media hora más, colocando pañitos fríos sobre la frente hasta que la fiebre ceda. Y, si esto no resulta, llenar la bañera -sí, a las cuatro, cinco o seis de la mañana- y hacerla jugar bajo el agua tibia durante al menos veinte minutos. Y después dejarla dormir en tu cuarto y vigilarla cada tanto, durante toda la noche, mientras intentás descansar algo, incómoda, siempre al borde de caer de la cama, porque ella ocupa tu lugar y tu almohada.
Estoy rendida. Obviamente, todo lo que tenía que hacer hoy, cancelado. Sólo quiero dormir, dormir y dormir. Pero seguramente hoy tampoco sea un día fácil. Y, en la noche, probablemente tengamos otra escena a las tres o cuatro de la mañana. Sólo espero que no sea como la del año pasado, cuando tuvimos que llamar a la ambulancia por una convulsión por fiebre. O cuando tuvimos que salir corriendo a la guardia, también a la medianoche, para hacer unos estudios que, al final, resultaron innecesarios. Pensando en todo eso, pasar la noche en vela embarcada en la misión remedio, al fin y al cabo, no parece tan malo. Sólo faltan unos tres o cuatro días más, como mucho una semana. Ya pasará. Y de vuelta a la rutina, satisfechas por nuestros sacrificios sobrehumanos, amaremos de nuevo haber elegido ser mamás.
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