Fue un 13 de octubre que nació Irina. La esperábamos para el
5 de enero del año entrante, pero llegó casi tres meses antes. Sí, fueron
exactamente 850 gramos y 32 centímetros. Para ponerlo en proporción lo describo
en términos gastronómicos: mi hija era del tamaño de un peceto y medía
lo mismo que una botella de vino. Eso si estaba estirada, porque normalmente se
encogía como un ovillito y parecía del tamaño de una birome.
Así estrené mi maternidad. Entre tubos, sondas, enfermeras,
una incubadora de por medio y un sinfín de palabras extrañas que rápidamente
fui aprendiendo: cómo olvidar al C-PAP, ese aparatito que en la nariz de mi
hija parecía muy gracioso pero le permitía sostener la respiración cuando ella
se olvidaba…sí, ¡de respirar! Y tantos otros de ese estilo, como un tupper para
la cabeza al que le llamaban, quién sabe por qué, “halito”. La “neo” era un
mundo de sonidos. A cada rato algún prematurito hacía “lío” -así decían las
enfermeras- y las alarmas de todos los aparatos sonaban. Enfermeras y doctores
parecían hablarnos a los padres como si fueran maestros de algún jardín de
infantes, pero las travesuras de estos niños eran nada menos que tentar a la
muerte. Así que a veces uno no podía prestar suficiente atención al bebé
porque, en cambio, estaba demasiado preocupado mirando el monitor que marcaba
el ritmo de su oxigenación -y a esos números traicioneros era imposible sacarles
la vista de encima.
Ser padre de un prematuro te hace aprender algunas cosas de
la paternidad prematuramente. Por ejemplo, que no hay nada peor que temer por
la muerte de un hijo. O lo valioso que es compartir algunos (pocos) minutos de
contacto físico, cuando la sacaban de la incubadora para meterla dentro de mi
camisa, sobre mi pecho, y me convertía en mamá-canguro. No importaba entonces
qué pasaba afuera. Porque entrar a “la neo” era entrar a un espacio sin tiempo.
O donde el tiempo parecía correr muy lento, medido en los gramos que poco a
poco engordaba la beba. Y cada día era subirse a una montaña rusa: un segundo
de euforia porque aumentó unos gramitos; otro de decepción porque bajó de peso
o hizo una apnea (¡otra vez se olvidó de respirar!).
Después de exactamente 70 días nos fuimos a casa. Irina, de
dos kilos, sin la incubadora, ni la sonda alimenticia, ni el C-PAP en su nariz,
era como un bebé recién nacido. Pero no cualquier recién nacido; era un bebé
producto de la ciencia, de la investigación, de la tecnología. Un bebé siglo
XXI. Cómo no pensar que, de haber nacido tan sólo unas décadas antes, no
hubiera sobrevivido.
Pronto volvimos a la normalidad e Irina creció hermosa y
sana. Poco tiempo después salía a la luz la noticia del nacimiento de Luz
Milagros, la beba chaqueña que fue dada por muerta y encontrada con vida en la
morgue por sus padres. Luz Milagros, como Irina, pesó 850 gramos. Pero (¡qué
injusticia!) no tuvo las mismas oportunidades. Por eso es importante contar
esta historia cada Semana del Prematuro, que corra de boca en boca y que sea
conocida por todos aquellos que, felizmente, jamás tuvieron que conocer una
sala de neonatología. Sólo así será posible lograr la igualdad de oportunidades
para nuestros bebés. Y que los 850 gramos tengan su peso.
Hermoso resumen! !!! Cortito y completo! Hermosa Iri!!
ResponderEliminarNada mas conmovedor que haber visto a esta beba con su primeriza madre luchando juntas por sobrevivir. Doy gracias a Dios y a esos dedicados médicos por ayudar a lograrlo. Felicitaciones a ambas en este dia.
ResponderEliminarNada mas conmovedor que haber visto a esta beba y a su primeriza madre luchando por sobrevivir. Doy gracias a Dios y a esos dedicados médicos que ayudaron a lograrlo. Felicitaciones a ambas en este dia.
ResponderEliminarY lo vuelvo a leer y me emociona! Siempre vigente! Gracias Ali por explicar en palabras lo que sentimos! Soy muy feliz cuando veo nuestras prematuritas jugar! Y ahora de verdad! No en fantasía como cuando decíamos que a la noche jugaban en la veo cuando se quedaban solas!! Jaja las quiero!
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