domingo, 26 de junio de 2016

Vacaciones de invier-nooooo!!!!!!!!!!!!


Se acercan. Falta poco. Ya habría que ir programando qué hacer con ellas. Sí, son las vacaciones de invierno. 

En este tema hay posiciones bien diferenciadas: están las mamás que aman las vacaciones, proyectan un itinerario día por día, se convierten en guías turísticas de la ciudad durante quince días. Son las mamás que generalmente están con los chicos en casa y agradecen que en esas dos semanas se pueda romper la rutina y salir un poco. Los chicos felices, ellas también felices, aunque exhaustas. 

En el polo opuesto están las que escuchan VACACIO... y es como si oyeran una mala palabra. ¿Qué se supone que debo hacer con ellos, yo, que trabajo ocho o nueve horas diarias? ¿Con quién los dejo? ¿Cómo los entretengo? El corte invernal sólo puede generar desorganización de la perfecta y cronometrada rutina hogareña. Así que cuando el receso llega, esas mamás se empiezan a arrancar los pelos. Entramos en crisis y nos aferramos a un celular que permite manejar todo, la casa desde el trabajo y el trabajo... desde el cine, el zoo o la plaza.

El mejor de los casos es cuando podemos tomarnos vacaciones con ellos y nos vamos a algún lado. Ahí sí que somos afortunados, pero aunque podamos hacerlo, es raro que nos tomemos los quince días. Con lo cual, el problema sigue estando para la segunda semana. 

Y sí, es injusto. El calendario laboral está muy lejos de poder acoplarse al calendario escolar. Es injusto para las madres, es un injusto para los chicos. Ellos merecen un descanso, pero las familias de hoy, en las que trabaja papá y mamá, difícilmente pueden adaptarse a las necesidades de los hijos. ¿Qué hacemos, entonces? Dejarlos quince días encerrados en casa con una señora "que los cuida" no es el mejor de los programas. Algunos colegios (aunque son los menos) ofrecen colonias de vacaciones (sí, también de invierno). Pero los chicos muchas veces no quieren saber nada de tener sus vacaciones dentro de la misma institución en la que están el resto del año. En el fondo los entendemos; imaginemos que a nosotros nos dicen que vamos a poder disfrutar de nuestro tiempo libre...¡dentro de la oficina! No, thank you. 

Supongamos que pudimos tomarnos unos días o salir antes del trabajo para estar con los chicos. Entonces buscamos una función de teatro que nos resulte atractiva y encaramos para el centro. Una hora de viaje, no hay estacionamiento. La vereda del teatro, atestada de gente. Imposible caminar de la mano con los chicos en la calle Corrientes. La última vez que hice una maratón de esas en vacaciones, haciendo equilibrio con el cochecito, la nena, el bebé, el bolso del bebé, las camperas y todo lo demás, ¿qué pasó? Me robaron la cartera. Típico. Un broche ideal para concluir la jornada. Y todos con cara larga, comiéndonos otra hora de embotellamiento para salir de la 9 de Julio y regresar a casa.

Otro de los problemas es, sin duda, el dinero. Cualquier actividad, que no sea la plaza, cuesta dinero. Me retracto: hasta la plaza cuesta dinero si hay calesita, que siempre en vacaciones sube de precio. Si queremos huir del frío por un rato, todo cuesta más. Y cuando empezamos a sumar lo que nos salió el teatro, el souvenir que te obligaron a comprar en la puerta, los pochoclos, el McDonalds con cajitas felices para todos, te agarrás la cabeza. Si multiplicás ese presupuesto diario por quince días, te das cuenta que es, sinceramente, imposible.

Eso no significa que nos vamos a resignar y no asomaremos la nariz ni a la puerta. En Vicente López, por ejemplo, los últimos años hubo muy buena programación organizada desde el Municipio, gratis o a precios muy bajos. Por ejemplo, el año pasado se pudo ver a Vuelta Canela, Bigolates de Chocote, Anda Calabaza, obras de Claudio y Gerardo Hochman, entre otros. No hace falta ir a pagar el doble al Complejo la Plaza. Ni viajar un montón hasta el Centro Cultural Konex por una programación decente. Estuvieron acá, cerquita, en el Teatro York, en el Centro Cultural Munro o en la Quinta Trabucco. Por eso, siempre vayan a la oficina de cultura de su Municipio (o busquen en la web, o llamen por teléfono) para conocer toda la programación de vacaciones, antes de gastar una fortuna en espacios privados que quedan lejos. En algunos casos hay que pasar un rato antes a retirar las entradas (cuando son gratuitas y limitadas), pero si vivís cerca eso no es un problema. Y además es un placer salir del teatro y que no te atosiguen los vendedores de muñecos, espadas y varitas luminosas u otras porquerías chinas que probablemente no duren más de un día pero que salen no menos de cien pesos cada una (y que te ves obligada a comprar si no querés tener un regreso a casa  con crisis de llantos, que arruinan por completo todo el paseo).

Por otra parte, los Municipios ofrecen talleres gratuitos para los chicos y vos los podés llevar a que se diviertan un rato pintando o bailando sin tener que seguir desembolsando. Para los que les interese, Vicente López también tiene una colonia de invierno, gratis, en distintos espacios de Olivos, Villa Adelina, Florida Oeste y Munro. Hay que anotarse con tiempo, a partir del 6 de julio. 

Y si algún día querés salir a charlar con amigas y tener un momento en paz, existen algunos bares que están diseñados con espacios para chicos y coordinadoras que los entretienen, mientras una se relaja un minuto y se toma un café. Hace poco descubrí Quinta Estación, en Palermo: por 60 pesos por niño, los chicos juegan tranquilos durante dos horas, hacen máscaras de cartulina, se disfrazan, arman torres con bloques y otras cosas mientras vos te tomás una merienda y te despejás un poco de la locura diaria de las vacaciones de invierno. 

Y sí, a resistir se a dicho. Pero también, a imaginar. A disfrutar.  A compartir con ellos algunas horas, esas que no podemos dedicarles, normalmente, el resto del año. A ser creativos en la elección de nuestras salidas (ojo, elegir lo mejor no significa elegir lo más caro). Y a marcarles la infancia con algunos buenos recuerdos. Y sobre todo, a no desesperar. Ya tiraré algunos datos más sobre teatros y posibles salidas (los que me conocen saben que es mi métier y no puedo resistirme, en este área, a dar recomendaciones). ¡Todavía falta mucho más de estas vacaciones de invier-noooo!

¡Buena suerte!



miércoles, 22 de junio de 2016

¿Quién dijo que los varones no lloran?


El fin de semana largo lo dediqué a mirar documentales. Me interesó especialmente uno de ellos, made in USA, que exploraba el modo en que la cultura americana construye la identidad de los varones, con un conjunto de nociones sobre lo masculino que se inculcan en los niños desde que nacen. 

El tan famoso "los nenes no lloran", o su versión estigmatizante "estás llorando como una nena", ilustran la hipótesis de la película. El film plantea que desde que los niños son pequeños todo el tiempo les estamos pidiendo que prueben su masculinidad y que se definan por oposición a lo femenino. A cada paso ellos tienen que demostrar que no son niñitas de mamá, ni gays, ni amanerados... sino hombres, o más bien, machos. Para ello, hay toda una construcción simbólica. Habría un universo femenino que incluye acciones y objetos -llorar, manifestar sentimientos, las muñecas, el color rosa, por ejemplo- y un universo masculino que cada vez se aleja más del primero. Así, a los varones, desde pequeños, se les estaría inculcando que ser un hombre implica ocultar sentimientos, para sólo revelarlos a través de una única emoción: el enojo (y la violencia física que éste trae aparejado). Y a través de insultos que refieren a lo femenino (como "pegás como una mariquita" o "pateás la pelota como una nena", por ser educada y no reproducir cosas más groseras) se les estaría marcando el límite de lo que deben ser y lo que no. Curioso, porque no cabría lugar para que hubiera algo femenino en lo masculino, ni viceversa. No casualmente los juguetes de nenas son cada vez más rosas y ultrafemeninos, mientras que los de varones cada vez más camuflados y supermasculinos. 

Ahora a pensar y a hacer mea culpa: ¿Quién no le ha dicho a un nene "andá y defendete", en lugar de mandarlo a contarle a la maestra? ¿Por qué anotamos a los nenes en fútbol y rugby, y no en danza o gimnasia artística? Y es más, ¿se dieron cuenta de que decir que una niña es una "nena de papá" es un halago, mientras que decir de un niño que "es un nene de mamá" es una ofensa? Algunas de estas cuestiones están arraigadas también en nosotros y no son parte, exclusivamente, de la cultura norteamericana. Pero, ¿qué hay de malo en decirles a los niños que así debe ser un hombre? El documental exploraba algunas implicancias y consecuencias. Desde el acento que se ha puesto en la destreza y la fuerza física por sobre otras cualidades y aspiraciones -de hecho, los "ídolos" masculinos provienen generalmente del mundo del deporte- , hasta el modo en que toda esta presión que se le pone al niño/adolescente por demostrar que es "bien hombre" termina nada más que en... violencia. El film nota, por ejemplo, algo peculiar: todas las masacres en instituciones o lugares públicos que ha sufrido los Estados Unidos en los últimos tiempos han sido cometidas por varones. ¿Casualidad? No, según la película, que argumenta que no son "locos" sueltos, sino jóvenes que son el producto de esta cultura que estigmatiza a todos aquellos chicos que no encajan perfectamente en estos cánones cerrados sobre lo que se supone que deben ser los varones. En otras palabras: víctimas del bullying. Y esto no es todo: según el film, los varones en Estados Unidos son más propensos a ser diagnosticados con algún desorden de comportamiento, a consumir drogas y estimulantes, a dejar el colegio, al alcoholismo, a cometer un crimen o a quitarse sus vidas. ¡Qué combo!

Si bien algunas cuestiones refieren más a lo que sucede en el país del norte, en líneas generales podríamos pensar que algo similar pasa con los chicos argentinos. Parecería que ser varón es patear la pelota. Vestirse de azul. Mirar Spiderman. Tener como modelos a los superhéroes, siempre musculosos, siempre valientes, y muchas veces violentos. Jugar videogames (también, a veces, violentos). Ser reservados en lo personal: hablar de lo que nos pasa parecería ser un territorio confiscado para las chicas. ¿Es que estamos criando hombres impedidos de expresar sus emociones? Parecen dogmas del siglo XIX, pero si nos ponemos a pensar, hoy en la Argentina tampoco estamos tan lejos.

Por último, me quedo con una reflexión que disparó este documental: ¿Qué nociones pueden tener de las mujeres estos hombres que se han criado entendiendo que debían repeler lo femenino? ¿Cómo puede un niño que escucha desde su infancia que "sos una nena" es un insulto, respetar a sus compañeras y, de adulto, al común de las mujeres? Es interesante pensarlo de esta manera: la discriminación y la violencia de género parecerían moldearse desde la niñez, porque tiene que ver con las representaciones, los valores y significados que le otorgamos a lo femenino y a lo masculino. Y el machismo es su mejor aliado.

Aplaudo a los colegios que han incorporado la educación emocional a la currícula. Si bien es bueno para todos, creo que lo es especialmente para los varones. Todos tenemos sentimientos y debemos poder distinguirlos y expresarlos. Es bueno que nuestros varones entiendan eso. En el mundo, hay jardines de infantes que han decidido borrar las barreras de género -por ejemplo, no hay trencito de nenes y de nenas, los niños están siempre mezclados y el género no es razón para la división y diferencia. Quienes están a cargo aspiran a un futuro sin distinción de géneros de ningún tipo, ni en casa ni en el trabajo. Se busca que no haya roles especialmente femeninos y masculinos (¡que no nos manden a lavar los platos!), ni inequidad en el salario, entre otras cosas. Habrá que ver si funciona, acá estamos muy lejos de eso todavía. 

A quienes les interese, el documental se llama "La máscara en la que vives". Es de 2015, su directora es Jennifer Siebel Newsom y puede verse por Netflix. El título hace referencia a que los chicos, a partir de esta presión social que les marca cómo ser/hacerse hombres, no tienen la libertad para mostrarse realmente como son. ¿Es que todos tienen que soñar en ser como Messi? Se los dejo para pensar...



martes, 21 de junio de 2016

Dilema: cómo hablarles de la muerte


Ayer falleció mi abuela. Y surgió, otra vez, esa misma pregunta a la que le sigo dando vueltas: ¿cómo les hablo de la muerte? Cómo explicarles, si ellos son pura vida, que en este mapa que es nuestra existencia todos los caminos llevan a Roma. 

Sucedió algo curioso, ese mismo día, un rato antes de recibir la mala noticia. Por la mañana, mientras volvía del supermercado, escuché involuntariamente una conversación entre una mamá y su hijo de unos diez u once años, que caminaban delante mío. Ella le repetía: "Hijo, lo único que no tiene solución es la muerte". Y yo me quedé asombrada y pensando con qué facilidad esa mamá que evocaba la muerte una y otra vez y sin pruritos, le dejaba un mensaje tan claro y profundo a su hijo. 

Los chicos te ponen en encrucijadas. Ellos quieren detalles, certezas. Y es difícil explicar algo que ni nosotros sabemos bien qué es. Para algunos es un mero acontecimiento biológico. Para otros es trascender. Para unos hay un cielo, para otros no. Para algunos hay ángeles, o vida después de la muerte, o reencarnación. Para otros no hay nada, es simplemente eso, el final. O puede ser una mezcla de todo eso y ni siquiera estamos seguros. La muerte no es más que el más grande de los misterios que ha tenido por siempre la humanidad. Entonces, ¿qué le digo a mi hijo?

En algunos colegios deciden hacerse cargo del tema y brindan algunas claves que les sirven a los chicos como puntos de referencia. Así, por ejemplo, mi hija mayor hizo un día, en clase, un dibujo en papel barrilete para que volara por el aire y llegara al "cielo" en busca de aquellos seres queridos que ya se fueron. Por eso -otra casualidad, o tal vez causalidad, porque los chicos escuchan todo incluso cuando parecen no estar escuchando- hoy mismo encontré a mis hijas gritando a cuatro vientos porque querían lograr comunicarse con su "abuelín", aunque enseguida la más grande sospechó que "no va a bajar del cielo aunque lo pidamos fuerte".  

Pero también es un problema que desde el colegio establezcan como solución la vieja y archiconocida metáfora del cielo, porque algunas familias -de acuerdo con ciertas corrientes de pensamiento- se niegan a "mentirles" a los chicos y se proponen decirles siempre la verdad. Pero, ¿qué verdad es ésa? Además, sin metáforas, ¿cómo explicamos de manera concreta lo ininteligible? He aquí el dilema. 

Lo único cierto es que vivimos en una cultura en la que la muerte es sinónimo de tragedia. De dolor. De angustia. De llanto. No pensamos en ella más que como una desdicha para los que quedamos vivos. Eso no es así de manera universal. La muerte puede ser un proceso natural pero la forma que lidiamos con ella no lo es. Más bien, es un constructo cultural, es decir, cada cultura construye sus modos particulares de relacionarse con la muerte y de otorgarle significados. Por eso los rituales son tan importantes. Permiten que sepamos cómo actuar cuando sucede la muerte. Pero no en todas las culturas los rituales son el velatorio, la cremación o el entierro. Nunca voy a olvidar mi viaje a México durante el Día de Muertos. Con qué felicidad esa gente se reunía y tantas familias se reencontraban por un par de días, para honrar a sus muertos. En realidad, era mucho más que honrarlos: era recibirlos de vuelta, por eso el agua y el pan que les dejaban junto a los santuarios. Y en ese gran abrazo entre un pueblo y sus muertos, todo Michoacán era una gran fiesta. Comida, bebida, baile, música, canto, plegarias y risas. Claro que a mí, bien argentina, se me revolvía el estómago al comer sopa de pescado sentada sobre una tumba y terminé llorando a cántaros con el amanecer, después de toda una noche de gira por los cementerios. Es que ellos veían rencuentro y felicidad donde yo sólo veía pérdida y dolor. Qué diferencia.

Cada cultura tiene sus fórmulas frente a la muerte. A nosotros nos tocó ésta, bien amarga, bien tanguera, de llantos y melancolía. De mucho ensimismamiento, porque cada uno vive el proceso del dolor de forma individual, como algo íntimo y personal, y no abiertamente y en comunidad como vi que sucedía con los pueblos indígenas de México. Y eso nos hace mucho más difícil la tarea de contarles a los chicos cómo es la muerte y qué nos pasa con ella. Mañana tengo que vivir un triste entierro y, por supuesto, no voy a llevar a mis nenas. Cómo me gustaría, en cambio, poder celebrar con ellas que mi abuela vivió 96 largos años.







viernes, 17 de junio de 2016

Y en todo esto, ¿dónde están ellos?


Nos convertimos en mamás y, de pronto, ellos dan un paso al costado. Están allí, como espectadores, contemplando. Es que la relación bebé-mamá es de a dos; el tercero, al principio, parece estar en discordia. Pero nosotras enseguida queremos que forme parte del equipo, entonces comenzamos a pedirle cosas.

Le pedimos que arme una mamadera. Y él demora veinte minutos en hacerla y una entra en crisis porque ya no sabe qué hacer con el bebe que, eufórico, grita ¡hambre!

Después le pedimos que cambie un pañal, pero como no es su tarea favorita pronto lo encontraremos recostado en el sillón mirando tele junto a un niño todo cagado (sí, a ellos no les molesta para nada el olor). Y te reciben contentos: ¡Pero mamá, estábamos esperando que llegues para cambiarlo!

Después le pedimos que lo bañe, pero claro, nunca aclaramos que el baño también supone un lavado de pelo.

Y le pedimos que haga la comida de los chicos: menos mal que la prepara una vez cada tanto porque, si fuera por él, comerían siempre pastas o asado.

Algunos -como el mío- no saben qué es un body y pueden traerte todo el placard del bebé antes de encontrar la prenda adecuada. No distinguen entre unas patitas y una calza. No logran hacer dormir a un niño sin dormirse primero ellos. No saben hacer un peinado de nena, así que las sacan a pasear despeinadas. Generalmente se olvidan los abrigos. Gritan "gol" aunque saben que los chicos duermen, porque el partido es lo más importante. No se despiertan de la siesta ni aunque los enanos les caminen por la cabeza. No recuerdan los nombres de las maestras. Es imposible que lean un cuento completo. Llevan a dormir a los chicos pero, en su lugar, los exaltan y avivan el juego. No modificaron sus rutinas por la paternidad y jamás dejarán de ir al "fulbito" nocturno -y nosotras con odio los envidiamos porque hace rato que tuvimos que cancelar nuestras clases de gimnasia, pilates y yoga.

Pero chicas, hay que darles crédito. La mayoría lo intenta. Y están al lado de una, pase lo que pase. Y de a poco comienzan a hacer las cosas cada vez mejor. Supone un largo entrenamiento, pero al final lo logran. O casi (es normal que, después de cinco años, no hayan aprendido en qué cajón estaban los pulóveres de los chicos. Así que, por un detalle de esos, no rezonguemos).

Y no hay como ellos para jugar con los chicos: ésa es su tarea favorita. Los que tienen nenas hacen un esfuerzo y juegan con muñecas y ponis y se miran las pelis de princesas de Disney.

Y qué solas que nos sentiríamos sin su compañía. Y qué difícil que sería la crianza si ellos no estuvieran, aunque sea, para hacer de back up cuando estamos rendidas.

Así que no los retemos tanto. No los maltratemos, ni les recriminemos...¡si los queremos! Valoramos el esfuerzo que hacen, aunque sea, por complacernos. Por eso, especialmente este domingo, a mimarlos un rato.

¡Feliz día del padre!

jueves, 16 de junio de 2016

Mi hijo no quiere comer




Yo hice todo mal. Irina era una bebé muy chiquita, en el límite inferior de peso (o percentilo, como dicen los médicos ahora). Y yo sentí que mi misión en la vida era, a toda costa, darle de comer.

Habíamos esperado casi tres meses para verla salir de neonatología con sus dos kilos recién cumplidos. Los gramos se sumaban de a uno y, el día en que llegamos a los 200, festejamos. Así que, con esa mentalidad, seguí alimentándola en casa. Pero Irina no se veía muy interesada en la comida. Y yo insistía. Ella rechazaba la mamadera. Y yo insistía. Se cansaba de la teta. Y yo insistía. Comenzamos con las papillas y con suerte comía una cuchara. La técnica del avioncito no funcionaba. Entonces yo le metía alguna cucharada de prepo en la boca mientras estaba distraída y le ponía cara de "¡qué rico!", y ella me devolvía una cara de "¿por qué me hacés esto?". Y escupía. Escupía y seguía escupiendo.

Después fue creciendo y la hora de la comida se volvió prácticamente un circo. Todo empezó con un títere con forma de jirafa que le habían regalado. El títere le hablaba y ella comía. Yo feliz por haber encontrado un recurso, comencé a explotarlo. Pero el problema fue que, muy pronto, dejó de ser suficiente que el títere le acercara la cuchara. La jirafa tenía que cantar, después bailar, después hacer malabares, saltar por el aire. Y un día me di cuenta de que para que la nena comiera cuatro o cinco cucharadas, yo tenía que andar revoleando una jirafa de un lado al otro, haciéndola volar literalmente por el living. La hazaña preferida era la triple mortal en el aire: con esa abría bien grande la boca. ¿Pero hacia dónde iba todo eso? El próximo paso era reproducir una escena al Cirque du Soleil. Ciertamente, no estaba funcionando.

Los que me han visto darán crédito: a donde íbamos, yo perseguía a mi hija con una cuchara en mano. Y la nena, de alguna forma, se dio cuenta de que ése era mi punto débil y comenzó a manipularme. Así que, cuando tenía poco más de un año, cada vez que hacía un berrinche comenzaba a hacer arcadas y terminaba vomitando. Sí, vomitando...¡esas pocas cucharadas que me habían costado sudor y lágrimas!

Las escenas de vómitos fueron el límite. Evidentemente, había hecho las cosas mal. La nena con más de tres años no agarraba la cuchara  -no porque no pudiera, su motricidad fina era impecable- sino porque mamá siempre había estado ahí sosteniéndola (tiempo más tarde, en algún lado leí que hay que dejarlos comer solos a partir del año y medio porque después de los dos años ya no van a querer hacerlo. ¡De haberlo sabido antes!). Así que empecé a poner en práctica una técnica inversa. Me propuse dejarla solita frente al plato. No insitir. Aunque me tuviera que morder la lengua. Aunque al principio no comiera. Y así fue mejorando. Hoy come de todo, sin ayuda, y aunque sus porciones no son muy grandes, muchas veces se termina el plato.

Con mi segunda hija, asumí mis errores del pasado e hice todo diferente. Tania comió sola desde el año recién cumplido. Casi no probó papillas, le daba todo cortadito bien chiquito para que agarrara con la mano. Y funcionó. Y yo fui una mamá más feliz. Sin tener que hacer avioncitos con el tenedor, ni meterle de prepo en la boca, ni montar todo un circo para convencerla de lo bueno que es comer. La comida debe ser un placer y ahora me doy cuenta de que lo es más cuando uno puede observar, oler, dejarse tentar, tocar y finalmente llevarse eso que está ahí y parece rico a la boca. Si el instinto funciona, mejor no intervenir mamá.


martes, 14 de junio de 2016

Y al séptimo día dijo: "Los dejarás ver youtube..."


Mi nena de dos años prende la tele y me pide: IU-TU. Quiero sintonizar Diney Junior, por Cablevisión, y llora. Atino a prender los dibujitos de Netflix y sigue protestando. Ella quiere ver Youtube. ¿¿¿Cómo sucedió esto??? ¿¿¿En qué momento me descuidé y de pronto tengo una web-adicta que a duras penas puede hablar pero ya pide ver videos online??? ¿¿¿Es que esta pioja que no llega al metro de altura va a decidir cuáles son sus consumos culturales???
Pero después de despacharme con ganas contra todos estos modelos de infancia 2.0, pienso. Guerras contra las nuevas tecnologías hubo siempre. En la década del cincuenta, en los Estados Unidos, proliferaron las asociaciones de padres que se levantaban contra los "males" que producía en los niños la nueva televisión. Era más fácil, por supuesto, culpar a la tecnología que hurgar dentro de cada familia y ver qué pasaba con cada uno de esos niños, hijos de la posguerra. El mito del "monstruo electrónico" (así lo llamaron algunos sociólogos) perduró a través del tiempo y se extendió, con el paso de las décadas, hacia los videojuegos, el celular e Internet. Es que las nuevas tecnologías causan miedo. Especialmente en los padres, cuando no sabemos qué pueden llegar a hacer nuestros hijos con ellas. Pero, sincerémonos: ¿por cuánto tiempo podemos prohibírselas, si ellos ven que están a su alcance porque nosotros mismos las usamos?
Yo creo que el problema no está en el soporte -la televisión, la computadora, etcétera- sino en los contenidos. Qué hacemos con la televisión o para qué usamos Internet, ésas son las verdaderas preguntas que (creo) hay que hacerse. Y si no podemos controlar los contenidos que nuestros hijos consumen en estos dispositivos, entonces sí, tal vez la mejor respuesta sea no proveérselos. Pero si logramos hacerlo, también las tecnologías abren un mundo de posibilidades. Mis hijas, por ejemplo, ya balbucean algo en inglés porque sintonizan en Youtube las tradicionales "Nursery Rhymes" (busquen Super Simple Songs, ideal para acercarlos al idioma). Sin embargo, el mismo canal trajo varios problemas en casa, cuando un video conecta azarosamente con otro y termina, después de unos minutos, en cualquier otra cosa muy distinta a la que uno había seleccionado. Y no sólo está el peligro de los contenidos para adultos. Youtube tiene un sinfín de videos de producción casera de tal abulia y nivel de (perdonen la expresión) estupidez, que uno no quiere que se conviertan en el espectáculo cotidiano de los chicos. Mirar cómo una mano sin rostro abre durante una hora huevitos Kinder para descubrir -una y otra vez- las mismas sorpresas, es difícilmente el programa creativo y didáctico que queremos que consuman nuestros hijos. Tampoco queremos que nuestras nenas busquen "Frozen" y encuentren a Elsa semidesnuda o convertida en una vampiresa de ojos rojos, como salida de un flim de terror clase B.
Estas cosas nos han pasado en casa (¡la mayor sigue aterrorizada por la Elsa-vampiro!), y por eso sigo teniendo mis dudas sobre Youtube. En realidad sólo es cuestión de quedarse junto a ellas mirando, pero la realidad nos indica que los padres difícilmente podemos estar todo el tiempo a su lado mientras miran TV: necesitamos espacios en los que confiar, para poder darles libertad a ellos y ¡a nosotros también! 
Un dato: alguien me comentó que ahora existe Youtube Kids, pensado para chicos de hasta ocho años, con contenidos controlados. En realidad no es un sitio web sino una App, que se baja en tablets y celulares (posiblemente en SmartTV también). Todavía no la he utilizado, pero tampoco creo que éste pueda ser ese espacio de uso "libre" y sin necesidad de control en el que depositar plenamente nuestra confianza. Me imagino, por ejemplo, estar tranquilamente en la ducha y de pronto escuchar un "Chiqui pim pim pam" y salir corriendo semimojada a censurar lo que están viendo, porque Youtube Kids les presentó (¡oh por Dios!) a Panam. Tal vez me equivoco. Los que ya lo usan, me cuentan qué tal les va.


lunes, 13 de junio de 2016

¿Sabemos realmente qué le estamos dando de comer a los chicos?


Supongamos que somos de esas mamás que quieren que sus hijos coman "sano". Entonces eliminamos de la dieta todo aquello que evidentemente no lo es: las salchichas, los congelados -ni patitas, ni hamburguesas (ojo con la carne picada, especialmente por el Síndrome Urémico Hemolítico)-; también (obviamente) los snaks y las golosinas. 
Entonces preparamos para la cena, por ejemplo, pollo al horno con papas y ensalada de tomate. Suena sanísimo. Pero, ¿sabemos realmente qué le estamos dando de comer a los chicos?
Hace un año, más o menos, tuve que cambiar mi alimentación por problemas gastrointestinales. Más a la fuerza que por propia voluntad, adopté una dieta paleo. Y fue ahí cuando empecé a sumergirme en el universo de la alimentación. A investigar; a leer las etiquetas de los productos. A mis hijas no las hago comer "paleo" -ellas comen harinas y otros productos procesados o industrializados-, pero empecé a modificar mis compras en el supermercado a partir de que tomé conciencia de ciertas cosas. Y me dio culpa, de pronto, de lo mal podían estar comiendo mis hijas.
Empecemos por los paquetes. Todo lo que venga cerrado en un envase tiene muchas otras cosas más de lo que a simple vista nos imaginamos. Una galletita casera puede tener harina, manteca y huevo. En cambio, la que compramos en el super tiene además emulsionantes, conservantes, leudantes químicos, reguladores de acidez, colorantes, estabilizantes y aromatizantes artificiales. Y eso no es todo, porque también las hay con Jarabe de Maíz de Alta Fructuosa, un endulsante que sustituye al azúcar y que la industria alimenticia ha incorporado en cantidad de productos -las gaseosas, por ejemplo- a pesar de que muchos especialistas en nutrición desaconsejan su consumo. Incluso los cereales, que obviamente son buenos porque aportan fibra, pueden tener sus trampas. Las coloridas cajas que se ven en las góndolas no explican que no todas ellas contienen cereales integrales y algunos son simplemente extrudados de harina de trigo, con colorantes artificiales.
Pasemos a las carnes, fiambres, frutas y verduras. Las carnes rojas y especialmente la de pollo son algo más que simplemente carne. Nitritos, nitratos, sulfitos (para que se conserve fresca), además de hormonas y antibióticos (¡sí, antibióticos!) pueden estar presentes en las carnes que comemos. Mientras tanto, los fiambres también tienen azúcares (lean etiquetas, casi todos tienen). Y ni las verduras se salvan: averigüen la cantidad de agroquímicos que se utilizan en los cultivos convencionales (entre fertilizantes, abonos, fitohormonas, herbicidas, insecticidas o fungicidas). Todo eso va a nuestro organismo. 
Ya sé. Los deprimí. Ahora no sabemos qué comer. Es idealista e irracional volverse cien por ciento radical con el tema de la alimentación saludable. Pero sí podemos tomar algunas medidas. Actualmente hay toda una movida de alimentación orgánica, que se encuentra especialmente en ferias (como Sabe la Tierra, en distintos puntos de Buenos Aires). También hay varias empresas de productos orgánicos que venden online y llevan el pedido a domicilio. Es verdad, es más caro comer orgánico. Pero tal vez podemos, con tan sólo informarnos un poco, elegir algunos ingredientes orgánicos claves y otros, de menor riesgo, seguir comprándolos en el supermercado. He leído que la pera argentina y la banana de Ecuador, por ejemplo, que se encuentran en cualquier verdulería, no son productos contaminados. En cambio, el tomate es de alto riesgo (hubo un programa de CQC dedicado especialmente a la contaminación que tenía el tomate: un especialista dictaminaba que la única manera de no "intoxicarse" es pelándolo). 
En cuanto a las carnes, hay lugares que venden pollo "orgánico" -es decir, criado naturalmente- y también huevos de gallinas que sólo comen cereales y pastan normalmente (el horror que son los criaderos de gallinas es un tema aparte). Y si no pueden comprar ese pollo porque es muy caro, me han recomendado elegir siempre la pechuga (ya que en la pata-muslo es el lugar donde el pollo recibiría sus inyecciones). Con las frutas y verduras que no son orgánicas, podemos optar por lavarlas bien (con la esponja y detergente) antes de consumirlas. En cuanto a las galletitas y otros panificados, si podemos, siempre es mejor pasar por la panadería que comprar de paquete cerrado. Y no se olviden de darse una vuelta por la dietética: ahí van a encontrar un montón de alimentos naturales y -hagan la prueba- para los niños las pasas de uvas o las frutas abrillantadas son tan tentadoras como cualquier golosina de kiosko.
La nuestra -la de aquellos que hoy tenemos entre treinta y cuarenta años- es una generación conejillo de indias, la primera que ha vivido desde su infancia con un mercado alimenticio altamente industrializado. La alimentación cambió radicalmente y es muy distinta a la que tuvieron, en su juventud, nuestros padres y abuelos. Habrá que esperar algunos años para ver si, en nuestra vejez, toda esa intromisión química en los alimentos no nos trae más de un problema en la salud. Mientras tanto, con un poco de información y un poco de maña, podemos proteger a nuestros hijos. Al fin y al cabo, somos lo que comemos, dicen.

¡¡¡¿¿¿Qué te dijo la maestraaaa???!!!


Elegiste el jardín o el colegio, estás chocha, con la institución, la directora, el proyecto pedagógico, las actividades, las instalaciones... Hasta te tocó un grupo de chicos y padres estupendo. Y de pronto, la maestra hace o dice algo y...ZAS...¡se perdió la magia y te la querés comer cruda!
Bueno, respirá. No vayas con los tapones de punta. Todo se puede conversar. Te cuento lo que me pasó a mí. 
En salita de tres había una seño amorosa, con nada más que buenas intenciones. Pero se le ocurrió, un día, que a mi nena -que es ultramenudita porque fue prematura y quedó en percentil tres- la iba a llamar "la CHIQUITITA". Entonces llegábamos re contentas al jardín y de pronto ella abría los brazos y gritaba: "Llegó mi CHIQUITITA!!!!". Sí, CHI-QUI-TI-TA, con todas las sílabas bien pronunciadas, utilizando un diminutivo para lo que ya, de por sí, es chiquito. Después se le ocurrió llamarla "MINI-MI", una especie de conjunción incomprensible entre MINI -o sea minúsculo- y MI, es decir, otra vez SU chiquitita. 
Yo sabía que mi nena lo odiaba. Llegábamos de buen humor y con ganas, y en ese momento se le cambiaba la cara. Es que ella no quería ser la chiquita del grupo. Estaba en esa etapa -los tres años- en que los chicos quieren ser "grandes". No grandes como los adultos. Grandes como los nenes de tres años, que ya no tienen dos, ni usan pañales, ni toman en mamadera. Grandes. Nenes como otros nenes y no chiquitos como los bebés. 
En fin, parece que a algunos maestros les faltó cursar Psicopedagogía 1. O comprarse el manual de Psicología-For-Dummies, en donde seguro alguna de estas cosas aparecen. En el momento en que los chicos están tratando de moldear su personalidad y construir su autoestima, no es bueno darles imágenes negativas de su persona. Mi nena seguramente estaba batallando porque no quería un ego chiquito, minúsculo. 
Justo esta semana escuché a unas psicólogas en la radio que explicaban lo malo que es usar "etiquetas" para hablar de los chicos. Me gustó la metáfora de la etiqueta. Ellas decían: si le decís a un chico que es un "desordenado", eso parece formar parte de su persona y seguramente nunca va a poder ordenar nada en su vida. Tiene sentido. Es mejor decir, "el cuarto está desordenado" -separando al objeto en cuestión del sujeto que realizó la acción. Ahí tienen tarea para evaluar en casa cómo hablamos: seguramente muchos de nosotros metemos la pata alguna vez y decimos cosas así, hablando con etiquetas. Está bueno hacer el ejercicio de conscientizar esas cosas. 
Y seños, por favor, ustedes que estudiaron para eso, no etiqueten a los chicos. Incluso con buenas intenciones se puede hacer mucho daño.

domingo, 12 de junio de 2016

Embarazadas: ¡A empollar!


Ok, lo voy a contar. Es la historia de Irina, mi hija mayor. Nació con 850 gramos y seis meses y medio de gestación. 28 semanas exactamente. Midió 32 centímetros y, con menos de un kilo, era apenas del tamaño de un peceto. Pasamos 70 días en neonatología, que -como imaginarán- fueron 70 jornadas de una montaña rusa de sentimientos, que iban de la esperanza a la desesperación. Porque durante esos 70 días nadie te promete nada. Afortunadamente -¡y gracias-gracias-gracias a la medicina actual!- hoy Irina es una nena hermosa, despierta, coqueta y feliz. Y sus comienzos en este mundo, lejanos ahora, parecen tan sólo una anécdota.
Pero fueron más que eso. Fueron los momentos más duros que nos tocó atravesar (a mi marido y a mí) en la vida. Sí, esa frase suena a cliché, ya sé. Pero no hay otra manera de decirlo, fue así. Y momentos así son difíciles de olvidar.
Pero rebobinemos. ¿Qué pasó? Si yo tenía un embarazo perfecto. De esos con pancita liviana, casi sin nauseas, cada eco daba diez puntos, pura felicidad. Si yo podía trabajar (en mis dos o tres trabajos, ya no recuerdo). Y también remodelar mi casa. Y salir a patear cada fin de semana en busca del mejor precio para los azulejos o el lavatorio. Y seguir haciendo gimnasia. E ir cada noche al teatro (era mi profesión, la crítica teatral). ¿Qué pasó entonces? Se llama preclampsia. Para quien no sabe de qué se trata, es una de las cosas más graves que pueden suceder en un embarazo, especialmente si no se detecta a tiempo. Hace algunas décadas, morían bebés y mamás por culpa de ello. Es un combo de presión arterial alta (presión gestacional, es decir, que se dispara durante el embarazo sin causa aparente y que no deja que le pase el "alimento" por el cordón umbilical al feto) con algunos otros indicios más (proteína en orina e hinchazón de pies y manos, por ejemplo), que terminan en un desastre, si es que algún médico no se aviva y saca al bebé de la panza a tiempo.
¿Por qué les cuento todo esto? Porque a mí me hubiera servido, en algún momento, que alguien me dijera que estas cosas pueden pasar. No es lo más común, pero puede pasar (sí mamá, vos me advertiste, pero las hijas no escuchamos a las mamás). No es para asustar a nadie, simplemente para estar alertas. Yo estaba con los pies que parecían dos morcillas, pero supuse que era "normal" que eso sucediera en el embarazo. Supuse también que no pasaba nada si esperaba quince días para consultarle al médico, que era el tiempo que faltaba para mi control de rutina. Gran error. Hoy sé que en el embarazo, cualquier cambio, aunque parezca ingenuo o inofensivo, puede ser síntoma de algo más importante. Y que los pies tipo morcilla no son "normales" en la semana 28 y en octubre, cuando el calor todavía no era agobiante.
Mucho tiempo más tarde, cuando me puse a investigar sobre el tema antes de buscar a mi segunda beba, una obstetra especialista en embarazos de riesgo me dijo: "Las embarazadas tienen que empollar". Sí, como la gallina con su huevo. Con una simple metáfora, resumía todo un concepto. Aunque parezca que podemos seguir con nuestra vida como "si nada estuviera pasando", algo sí está pasando. Mucho está pasando dentro nuestro. Y hay que darle un lugar en nuestra vida. 
Por eso si conocés a alguna embarazada, pasale este mensaje. Decile que se dedique a "empollar" su huevo, que no hay nada más importante que hacer en este momento que eso. Y que hay que tomarse la presión en el embarazo cada tanto (algunos médicos no lo hacen en el control de rutina). Y que los pies hinchados pueden estar diciéndonos algo. Reenviale este texto a las embarazadas que conocés. Si no lo hacés... obviamente no va a pasar nada. No va a caer ninguna maldición sobre vos ni sobre nadie, ni bla bla bla, todo eso que presagian esos mensajes-spam insoportables. Pero por ahí podés hacerle un favor a alguien. Nadie sabe (todavía) por qué, ni cuándo, ni a quién le toca la preclampsia.


sábado, 11 de junio de 2016

Elegir jardín: público vs. privado


La primera vez que tuve que elegir jardín de infantes, para mi hija mayor, desconocía el terreno. No sabía por dónde empezar ni cómo discriminar en un listado inmenso de instituciones. Así que opté por una opción sencilla: vi todo. Fui a cada uno de los jardines de Vicente López (y hasta algunos de Martínez, también). Para mi sorpresa, hubo más decepciones de lo que yo esperaba y la elección empezaba a dificultarse.
Después de recorrer bastante hice mi primer recorte: estaba segura de que no quería que Irina comenzara su escolaridad en un gran colegio. No quería que a la entrada se encontrara con los "grandes" de primaria, ni que usara uniforme, ni que el jardín estuviera dentro de un edificio enorme. Y menos que menos tener que elegir la escuela primaria cuando ella tenía tan sólo dos años. Así que dejé de mirar colegios y pateé esa decisión para más adelante. Quedaban entonces en mi listado una gran cantidad de jardines públicos y privados. El segundo recorte fue por la franja horaria. Me sinceré conmigo misma -me dije, "no nos levantamos muy temprano y no tenemos por qué hacerlo tan pronto"- y opté por el turno tarde. Ahí el universo se restringió bastante, porque no todos los jardines ofrecen turno tarde (algunos sólo tienen el turno tarde como opción para estirar la jornada de la mañana, pero no como turno único).
Por último, la elección era entre público o privado. Empecé por los privados, porque daban entrevistas temprano, a diferencia de los públicos, que normalmente abren sus puertas más hacia fin de año en vistas a la inscripción del ciclo lectivo siguiente. Mi primera impresión fue que gran parte de los jardines privados estaban levantados sobre viejas casonas, apenas refaccionadas, y las instalaciones no parecían acorde a las tareas que allí tendrían lugar. Pequeñas habitaciones poco ventiladas, o con ventanas pequeñas que daban a patios cerrados, o incluso he visto salas ¡sin ventanas! Pasillos estrechos, muchas escaleras (a veces sin las medidas de seguridad necesarias, como por ejemplo con las cintas anti-resbaladizas arrancadas en la mitad de los escalones), patios chiquitos y poco luminosos y la lista podría seguir... La mayoría carecía de un espacio cubierto, cerrado y amplio, como para hacer un recreo en caso de lluvia o reunir en alguna ocasión a todos los chicos del jardín con sus padres. En suma: instalaciones improvisadas, poco adecuadas. Muchos de esos jardines tenían proyectos pedagógicos atractivos, pero me preguntaba qué valor tenían todas esas propuestas si, a fin de cuentas, los chicos iban a estar todo el día hacinados en una habitación minúscula y oscura.
Así que así comencé a tachar buena parte de los nombres del listado y comenzaba a quedarme sin opciones. Entonces fue el turno de conocer el jardín público. En este caso, no todas las instituciones abren sus puertas y permiten entrevistas con la directora antes de las inscripciones. Creo que el modo en que te reciben por primera vez habla mucho del jardín y me quedé con aquellos que fueron abiertos, me mostraron las instalaciones y me contaron del proyecto pedagógico. Las referencias en este caso también son imprescindibles: hay muchas instituciones con excelente reputación y otras con muy mala (y en este último caso, los rumores corren rápido). Obviamente, me acerqué a los recomendados. Para mi grata sorpresa, las instalaciones de los jardines públicos, tanto provinciales como municipales, no sólo se encontraban en muy buen estado sino que eran espacios muy lindos y -¡Oh la la!- pensados especialmente para éso: albergar a un jardín de infantes. Espacios grandes y abiertos, luminosos, con sala de música, biblioteca, un piano, grandes salones de actos, patios enormes con un montón de juegos, algunos con ludoteca y huerta. Perfectos, al menos desde el punto de vista edilicio. Obviamente, luego no hay que resignar proyecto pedagógico. Es cierto, hay directoras que a duras penas pueden distinguir que hay un proyecto por fuera de lo establecido formalmente por la ley, pero muchas otras enriquecen lo formal con muchas ideas: educación socio-ambiental, huerta, alimentación saludable, recuperación del juego son algunos de los ejes que algunos jardines públicos proponen.
Es más: hace poco me enteré que, en Vicente López, un gran número de maestras de jardines municipales se capacitaron en el método de María Montessori y ya hay dos instituciones (un maternal y el jardín n°1 del Municipio) que están llevando adelante el nuevo sistema. La escuela pública está abriendo la cabeza, ¡finalmente! 
¿Y qué elegí? - se preguntarán. Bueno, para sala de dos me quedé con un maternal privado, porque no había cupo en el jardín público que había elegido (eso es un problema en Vicente López, que da para explayarme largo y tendido en otra columna: casi no hay salas de dos en los jardines provinciales y en los municipales sólo hay en los que son maternales, con doble jornada obligatoria). Elegí entonces un maternal privado que era prácticamente una excepción entre todo lo que había visto, con un edificio todo hecho a nuevo, chiquito pero divino, de esos con pisos de goma y losa radiante, súper luminoso y con poquísimos chicos en la sala... y ¡también carísimo! Lo mejor (a mi criterio), en el mundo privado, parecía costar demás. De todas formas, lo recomiendo para quien lo pueda pagar. El maternal es perfecto para madres primerizas especialmente porque se centra mucho sobre lo asistencial: uno puede saber, al finalizar el día, si el chico comió, durmió, hizo caca y demás, porque todos los días esa información está en el cuaderno de comunicados. Y eso calma ansiedades. 
Etuvimos ahí un año y, en salita de tres, pasé a Irina a un hermoso jardín público, de maestras supercálidas, poquitos chicos en la sala y una cooperadora excelente que hacía de todo por los chicos (y de la cual participé, claro). Para los que no conocen el mundo de la educación pública, éste es un dato importante: la cooperadora tiene que ser activa y constante. Un jardín con una buena cooperadora está impecable, porque son los padres comprometidos los que cubren las falencias del estado. Y si te gusta participar, el jardín público te da mucho espacio. En mi experiencia, tuvimos libertad con los papás para idear ferias del libro, invitar buenos espectáculos y hasta conformar una banda musical de padres. Obviamente, disfrutamos esa "vuelta al jardín" nosotros también.

En suma, no digo que una cosa sea mejor que la otra. Cada institución es diferente y también es diferente lo que busca cada familia en ella. Sólo digo que hay que barrer prejuicios. Antes de elegir, hay que mirar y comparar. Ver con nuestros propios ojos y después juzgar. 







viernes, 10 de junio de 2016

Trabajar o no trabajar, ésa es la cuestión


Tenemos hijos y... trabajar o no trabajar, ésa comienza a ser la cuestión. No importa qué decisión tomemos, siempre vamos a sentir culpa. Si decidimos no abandonar nuestras carreras y dejamos a los chicos ocho horas en el jardín o en casa con una señora: sentimos culpa. Si en cambio abandonamos toda nuestra trayectoria y nos quedamos a ser mamás full time, ¡también sentimos culpa! Porque en un abrir y cerrar de ojos perdimos el recorrido logrado y muy pronto todo el universo laboral se ha olvidado de nosotros. Si decidimos hacer un "miti-miti" y hacer malabares entre la casa y el trabajo, sentimos también... ¡¡¡culpa!!! Siempre parece que estamos en falta con alguien, que no logramos cumplir el objetivo, porque en el trabajo nos ocupamos de lo que sucede en casa y, en casa, nos ocupamos del trabajo. Claramente, no funciona.
El mundo laboral es totalmente ingrato con las madres. Enseguida te sacan de carrera y los de atrás, como expertos atletas jugando al rango, te pasan por encima, dejándote tirada cinco lugares atrás, mientras disfrutan su (falsa) victoria. "Pero en unos meses vuelvo..."- atinás a decirles, aunque todos sabemos que, de ahora en más, nada será igual. Ya nunca más vas a salir impecable de punta en blanco, ni te vas a poder quedar después de hora sin hacer varios llamados para organizar la "logística" de ese imprevisto, ni vas a hacer tranquila home-office porque tus gurrumines te interrumpirán cada cinco minutos, ni vas a poder disfrutar de las cenas de trabajo sin mirar el reloj y levantarte primera después de la comida para volver corriendo a casa. El celular se volverá tu mejor aliado, porque con él podrás sentir el poder de estar en dos lugares al mismo tiempo, controlándolo todo a distancia. Pero bueno, no desesperemos. Dejamos algo, pero ganamos mucho (sí, también ganamos en estrés, tienen razón). En fin, a tomarse un trago -Vermuth y Good Show!-, a respirar y aceptar el cambio y ya vendrán tiempos mejores (en lo laboral). Y si tuvimos que dejar el laburo, bueno, ya habrá otros. Y si tuvimos que seguir en el laburo, que nuestro jefe se banque el cambio. Ya tendremos tiempo en el futuro para dedicarle a full a la carrera y volver a pegar saltos de atleta, ganar medallas y subir escalafones. Que el resto del mundo siga jugando al rango; yo mientras tanto disfruto de ese planeta aparte que es mi hogar.

jueves, 9 de junio de 2016

¿Cómo (!@#$%&*) se enseña a dormir a los chicos?


En casa me llaman "la madre alemana". Lo inventó mi marido. No es porque tenga ascendencia germana. Para nada, mis abuelos son rusos, polacos y otros italianos. Lo de alemana vino por lo estricta que me he vuelto en los últimos tiempos con los horarios de los chicos, especialmente a la hora de ir a dormir.
Cuando uno tiene un bebé recién nacido no hay horarios más que los que marca el ritmo de la teta. El bebé no entiende lo que significa culturalmente el día y la noche, duerme a su ritmo y se despierta movido por el hambre. Después crece un poquito más y empiezan las ñañas: es que dormir de noche también constituye un aprendizaje y un signo de maduración. Y ahí uno no sabe qué hacer y empieza a pedir ayuda y a leer consejos inútiles. Algunos defensores a rajatabla del famoso Duérmete Niño defienden lo indefendible. Pero, ¿a qué madre en su sano juicio se le ocurriría dejar al niño llorar durante horas (o minutos, no importa; cuando están en un grito agudo e intenso los segundos parecen horas) y no ir a socorrerlo en su angustia? Claro que nunca sabré si es eso lo que recomienda efectivamente el Duérmete Niño (confieso: no le he leído), pero es eso lo que interpretaron la mayor parte de sus lectores que enalzan su bandera y quieren convencernos de sus verdades. Yo no creo que exista una fórmula única, pero sí que cada madre puede encontrar una forma singular que funcione específicamente para su hijo (para ese hijo en particular y, tal vez, para el próximo haya que encontrar otra fórmula).
Puedo compartir la mía, porque por suerte -ahora que la más chiquita tiene dos y la más grande cinco- puedo decir que dio resultado y que -¡por fin!- hace varios meses que puedo dormir tranquila. En principio, enseñar a dormir es una tarea a la que hay que ponerle el cuerpo. El esfuerzo no es sólo del niño: es principalmente de la madre (o el padre, claro). Quiere decir que hay que sostener una conducta en el tiempo para que de resultado: quedarse probablemente una hora sosteniendo una mano a oscuras, tarareando una sutil melodía, meciendo una cuna o simplemente estando allí sin hacer nada, porque ellos -incluso cuando parece que ya están soñando- saben cuando uno quiere escapar antes de tiempo y te sorprenden en las escaleras con otro llanto y un "mamaaaaa"...
Es así: hay que aguantar. Al principio quería apurarme y la ansiedad perjudicaba la tarea. Hay que estar allí, serena, en paz, susurrando una voz tenue y tranquilizadora si es necesario, acercando una caricia, una mano en la espalda, un imperceptible palmeteo en el pañal. Y finalmente, la paz. En algún momento los guerreros se rinden y uno puede escabullirse en puntas de pie y respirar.
Algunos se preguntan por qué tanto sacrificio, si es más fácil dejar que el niño caiga solo, con el peso de las horas, a las once, a las doce o a la una de la madrugada. Yo creo en las rutinas. Creo que un niño necesita un orden que lo contenga. Que necesita descansar lo suficiente (especialmente si a la mañana se levanta muy temprano para ir al jardín). Me gusta ver a mis pichonas despertarse felices y energéticas, naturalmente, sin el tortuoso RINGGGG del reloj, porque han dormido el tiempo que necesitaban. Sí, diez u once horas, eso es lo que tiene que dormir un niño pequeño. Y mientras ellas se duermen 20.30 -ahora solitas, sin ayuda, lo han logrado- yo puedo disfrutar de un rato de privacidad y de conversaciones de adultos con mi marido, sin mamaderas, ni juguetes, ni dibujitos animados de por medio. Después del esfuerzo de todo el día, me lo merezco. Enseñarles a dormir fue un trabajo arduo, pero valió ciertamente la pena.


Esos benditos cumpleaños


Tengo que decirlo. Odio los cumpleaños infantiles. Que me juzguen por tal brote de sinceridad. En realidad, me corrijo: no odio todos los cumpleaños (de hecho me encanta programar los de mis hijas y me entusiasmo con cada detalle). Odio los cumpleaños en peloteros, que lamentablemente constituyen el 99% de los eventos sociales de mi nena mayor. 
En primer lugar, son espacios ruidosos. Imposible tener una conversación coherente con alguna mamá y salir de allí sin un dolor de esos que te parten la cabeza. La mala acústica, los gritos, la música punchi-punchi: todo un cóctel de sobrestimulación innecesaria para un niño de cuatro o cinco años. No puedo encontrar ningún punto a favor de esos espacios eufóricos: los animadores -que usan micrófono sobre el ruido infernal que no cesa, sólo para aturdirnos aún más - lanzan a esa manada de infantes como fieras dentro de una jaula, para que se maten por treinta minutos entre pelotas y redes. Después, sedientos y transpirados de agobio, viene el "recreo" de la colación poco saludable. "Coca, coca, quién quiere cocaaaa!!!!"- animaba una chica mal disfrazada a un grupo de nenes de tres años, cuando la mayoría todavía tomaba sólo agua. Ni hablar del combo chizito-pancho, que es un clásico contra el cual dejé de combatir hace rato (hay que saber elegir nuestras batallas: ésa era una derrota segura de antemano).
Luego de algún juego improvisado donde el animador sigue apelando a los gritos de micrófono, llega el momento de la "disco" y entonces la música -que ya estaba alta- sube aún más para que los pequeñitos que a duras penas saben alguna letra de María Elena Walsh repitan ensimismados Oppa Gangnam Style!!!!
Dónde están las coplas infantiles cantadas por alguna animadora cariñosa y su guitarra? Y los títeres? Y los magos? Y los juegos tradicionales, con unas bolsas, un plato con harina y un par de caramelos? No sé si hay que volver al pasado, no tengo fobia al cambio ni melancolía eterna por lo que ya fue. Soy consciente de que la infancia de mis hijas ya es distinta a la mía; los tiempos son otros. Pero podemos ofrecer cosas mejores a nuestros chicos, que sólo consumen lo que nosotros les damos.
Tan sólo estoy segura de algo: los cumpleaños de hoy son los espacios formadores de los futuros amantes de la rave electrónica. Después no lloren madres si nuestros hijos en el futuro se exponen, cada fin de semana, a los peligros de otra Time Warp.



La generación de las mil y un actividades

Los chicos de hoy tienen su vida en un timetable. Los lunes, natación. Martes y jueves, danza. Miércoles, gimnasia artística; viernes, entrenamiento del deporte de turno. Y hay más: puede ser taekwondo, algún instrumento, apoyo escolar. Más cumpleaños (dos o tres al mes). Campamentos y otras actividades de la escuela fuera de horario. 
Cuando nosotros eramos chicos apenas si nos pagaban algún cursito de algo, una o dos veces por semana. Y ni qué hablar de nuestros padres y abuelos, que se criaron en la calle, sin la mirada ni la organización milimétrica del tiempo por parte de sus padres. Había entonces espacio para la dispersión, para el juego libre, para el aburrimiento que lleva a la creatividad. Sin tablets, ni celulares, ni Ipads, ni ningún otro chupete tecnológico. A pensar. A ingeniárselas.
A mí que me encantan las actividades extraescolares y me veo tentada de llenar el cronograma diario de mis hijas hasta reventar, a veces pienso qué equivocada estoy, qué felices que son cuando tienen tiempo de estar juntas, aburrirse juntas, para de allí lanzarse a imaginar!
Y por favor, a los jardines de infantes, un pedido de una madre sensata que ruega un poco de sentido común: los niños de menos de cinco años no necesitan "computación", al menos aquellos que viven en las principales metrópolis con la tecnología a su pleno alcance dentro de sus hogares. Ya son niños tecnológicamente integrados. Sólo hagan la prueba: pongan a un niño de dos años frente a un celular y vean cómo maneja perfectamente el sistema táctil. Los niños de hoy necesitan otra estimulación: mucho aire libre, mucho uso del cuerpo, movimiento y jugar, jugar y jugar. Que no se pierda la esencia de la primera infancia. Es sólo una idea...

miércoles, 8 de junio de 2016

Misión imposible: elegir colegio


Está bien. Soy un poco puntillosa. Me gusta hacer un análisis de mercado, evaluar cada detalle, antes de tomar una decisión. Si compro unas sillas me miro todo Mercadolibre, pregunto y repregunto, voy a los outlets, pruebo, decido, cambio de idea, vuelvo a decidir. No es indecisa la palabra, me gusta decidir. La palabra es exigencia. Si elijo tiene que ser lo mejor, "el" mejor, no puedo pasarme por alto otra opción superadora y no me quedo tranquila hasta no saber que no hay nothing better at all y finalmente decir: son esas las sillas. Sí, yo digo exigente y ustedes traduzcan -con razón-, hinchapelotas. Sí (como muchas otras tantas por ahí), confieso, lo soy.
Bueno, con la elección del colegio sucedió algo parecido al ritual que conté con las sillas. Miento: fue peor. Un año de pesadillas, de dudas, de entrevistas, de soñar despierta y repasar dormida una lista interminable de colegios, con sus virtudes, sus falencias, sus millones de detalles diferenciales que hay que anotar o recordar... Con o sin "drama class", con o sin matemática en inglés, con filosofía para niños, con talleres fuera de hora, hasta con yoga he encontrado (no coments, lo top es top y es así, ja!). Dije sufrir, sí. Pero me regodeaba en la dificultad de la pericia prácticamente imposible. Me encantaba interrogar hasta el fondo a las directoras hasta incomodarlas, hurgar en los foros de mamás que opinaban con causa de desconocimiento, no darme por vencida y creer que por ahí había algún otro colegio más que no aparecía en la interminable lista de los sitios web dedicados al tema.
Después de un año y medio me convertí en una experta. Conozco todos los colegios de Vicente López, lo que ofrecen o dejan de ofrecer. Hablo con expertise frente a otras mamás, recomiendo... Sin embargo tengo que confesar que no existe el colegio perfecto, ni para mí ni para nadie. No hubo un solo colegio que cumpliera con la totalidad de mi lista de expectativas. Así que chicas, si están en esa tarea y son "exigentes" como yo, respiren profundo y díganse a sí mismas: en algún momento hay que parar, en algún momento hay que elegir (preferentemente antes de que empiecen las clases y que....ya no haya vacantes!!!).
Sí, el tema de las vacantes. Me enoja. Me enferma. Eso de tener que anotar al chico prácticamente antes de que nazca para conseguir una vacante... Es que han enloquecido los colegios???!!! Y los padres???!!!! Es que hay gente que ya sabe a qué colegios irán sus hijos antes de tenerlos? Fantasean con eso mientras abandonan los anticonceptivos o amamantan??? Y eligen sólo por el nombre, por el "prestigio" o las modas, sin ir a ver antes el colegio, sin conocerle la cara a la directora de turno o mirar el estado de las instalaciones????? A mi modo de ver, cómo voy a saber yo, cuando estoy pariendo, madre primeriza, a qué colegio quiero que vaya, si todavía no sé lo que es ser mamá de un niño escolarizado, ni me imagino yendo a la escuela, ni leyendo cuadernos de comunicados... Si no conozco bien a mi hijo todavía, y no sé si le conviene -según su personalidad- una orientación artística o deportiva, o jornada simple o doble, o bilingue o no bilingue... Para mí era impensado elegir el colegio antes de la sala de cinco. Quería pasar por todas las etapas a su debido tiempo: el jardín maternal, el jardincito pequeño (y no dentro de una gran institución), para luego llegar al momento de elegir...CHAN CHAN CHAN... el "COLEGIO".
Y sí, es importante elegirlo bien. Los primeros pasos son fundantes en la relación que el chico va a tener con la educación, con la lectura y los libros, con los números, con las responsabilidades y con la vida en general. Así lo veía yo cuando me ofusqué en esta búsqueda intensiva. Intenté buscar ayuda en Internet, encontrar una página que me solucionara la vida con una fórmula perfecta para realizar la mejor selección. Encontré poco y nada, y lo que encontré me sirvió para....hacer todo al revés!!! No hay que mirar fuera de tu presupuesto -decían-, pero yo miré colegios carísimos para luego desilusionarme porque -sí, también soy realista- estaban lejos de nuestras posibilidades concretas. Es que quería comparar, y al menos ser consciente de lo que me perdía (si es que me perdía algo, aún no estoy segura). Pero me sirvió para ver que con un presupuesto ridículo tampoco uno obtiene todo lo que quiere, o mucho más de lo que puede obtener por menos. Me planté en mis creencias más viscerales -no religiosos era la premisa-; dudé de las pedagogías constructivistas que alguna vez me interesaron; me pregunté si Montessori, si Waldorf, si, si, si...
El resultado: finalmente elegí colegio (luego de haber primero hecho la inscripción en otro y arrepentirme tras una subida inesperada de cuota -sí, así soy yo-). No tiene todo lo que hubiera querido (yo soñaba con orientación superartística, con clases de instrumentos de orquesta sinfónica, grandes coros, teatro y cantidad de muestras de artes plásticas). Pero tiene lo principal (a mi criterio, obvio, no son valores universales, ustedes harán su propia lista de prioridades): contención y calidez humana, por un lado, y por el otro un interés genuino por lo pedagógico, por las novedades en el terreno del aprendizaje (yo no quería fórmulas del Siglo XIX, eso estaba claro, y en la zona norte del GBA de eso hay todavía mucho -y si no revisen el cuaderno de primer grado y constaten si siguen con el "mi mamá me mima").
Y también aprendí a escuchar. Lo escuché a Seba, mi marido, que decía sabias palabras que para mí, al principio, eran necias. "El cole tiene que estar cerca, no sabés lo importante que es eso". Hoy le doy la razón. Es indiscutible. El cole tiene que ser funcional a la vida familiar. No puede estar a veinte cuadras y que uno tenga que correr todas las mañanas a las 7.50 AM, casi sin desayunar y con la almohada pegada, para llevar a los chicos (que siguen durmiendo en el asiento trasero del coche) puteando -qué lindo empezar así el día- porque nos metimos en un embotellamiento y estamos llegando tarde. Aprendí algo que no consideraba, entre mis tantos requisitos y expectativas: Hay que hacerse la vida más fácil, no complicarla sólo por gusto. Y la escuela tiene que ser la ficha adecuada que complete ese rompecabezas que es nuestra vida cotidiana.
Esa fue mi experiencia eligiendo "el cole". Ahora me quedan seis años de tranquilidad (o cinco, al menos), hasta volver a entrar en la vorágine de la búsqueda, esta vez con letras mayúsculas, más intensiva, más exigente que nunca: la del colegio secundario.

Les deseo suerte a todas en sus recorridos, encontrando el mejor de los colegios. Y les dejo un tip (aunque odio los tips, porque generalmente no funcionan, lo voy a dar): no piensen en el colegio perfecto, piensen en el colegio "perfecto" para sus hijos. Y como buena ex alumna de un colegio francés me despido, recordando a mi querido Franco Argentino. Au revoir mes amies! A bientot!
Ok. Empezamos. Es junio, hace frío y arranqué este blog un poco para divertirme, un poco para desahogarme. Es verdad, soy mamá y no hay mucho tiempo libre. Pero me gusta acostarlas temprano (ultratemprano: a las ocho están en la cama -en Argentina eso es tempranísimo-) y también quedarme un rato solita, conmigo misma y con la compu. Yo escribo para vivir, escribo cosas que leo y releo, escribo textos periodísticos, académicos...pero ahora quiero escribir por placer, quiero escribir sin corregir, quiero escribir como un volcán en erupción, sin parar, casi sin pensar. Una vorágine de palabras, una suerte de brainstorming, de asociación libre de temas...
Perdón no me presenté, soy Ali, mamá de dos nenas hermosas de dos y cinco años. Mamá full time, de esas que quieren ocuparse de todo, de cada detalle, de coser el botón que se cayó, de hacerles la comida y darles de comer, de esas que corren todo el día, llevándolas de un lado a otro, porque siempre hay una actividad -danza, gimnasia, una visita a una amiga, un cumple, la plaza y la lista sigue y sigue- y horarios y horarios y más horarios que cumplir...
Así arranco. Una aclaración: este no es un blog de autoayuda para mamás desesperadas. Tampoco es un blog de consejos. Ni el de una experta en psicología, ni de una mamá ideal con millones de tips superútiles. Nada de eso. Esto es el blog de mi vida como mamá, a los treinta y seis años recién cumplidos, con todas mis dudas, mis metidas de pata, mis aprendizajes sobre la marcha, con avances y retrocesos. Esto es ser mamá -e intentar ser muchas cosas más al mismo tiempo- en Buenos Aires, en el crudo invierno de 2016. Bienvenidos.